sábado, 20 de abril de 2013

EL PAPA QUE PAGA SUS CUENTAS




El Papa que paga sus cuentas

2013-03-25


  Lo que convence a las personas no son las prédicas sino las prácticas. Las ideas pueden iluminar, pero los ejemplos son los que atraen y nos ponen en marcha. Los ejemplos los entiende todo el mundo. Muchas explicaciones confunden más que aclaran. Las prácticas hablan por sí solas.Lo que ha marcado al nuevo Papa Francisco, ese «que viene del fin del mundo», es decir, fuera de los marcos europeos tan cargados de tradiciones, palacios, espectáculos principescos y disputas internas de poder, son gestos simples, populares, obvios para quien da valor al buen sentido común de la vida. Él está rompiendo los protocolos y mostrando que el poder es siempre una máscara y un teatro, como bien puntualizó el sociólogo Peter Berger, aunque se trate de un poder pretendidamente de origen divino. El Papa Francisco simplemente obedece al mandato de Jesús que explícitamente dijo que los grandes de este mundo mandan y dominan pero “con vosotros no debe ser así; quien quiera ser grande, que sea servidor; quien quiera ser el primero, que sea siervo de todos; pues el Hijo del Hombre no vino para ser servido sino para servir” (Mc 10,43-45). Bien, si Jesús dijo eso, ¿cómo puede el Papa, garante de su mensaje, obrar de otra manera? Ciertamente con el establecimiento de la monarquía absoluta de los papas, especialmente a partir del segundo milenio, la institución eclesiástica heredó los símbolos del poder imperial romano y de la nobleza feudal: ropas vistosas (como las de los cardenales), oropeles, cruces y anillos de oro y plata y hábitos de palacio. En los grandes conventos religiosos que vienen de la Edad Media se vivía en espacios palaciegos. En el cuarto en el que me hospedaba, como estudiante, en el convento franciscano de Múnich, que remonta al tiempo de Guillermo de Ockham (siglo XIV), un solo cuadro renacentista de la pared valía algunos miles de euros. ¿Cómo conjugar la pobreza del Nazareno que no tenía donde reposar su cabeza con las mitras, los báculos dorados y las estolas y ropas principescas de los prelados actuales? Honestamente no es posible. Y el pueblo que no es ignorante, sino fino observador, nota esta contradicción. Todo este aparato no tiene nada que ver con la Tradición de Jesús y de los Apóstoles. Según algunos periódicos, cuando el secretario del Cónclave quiso poner sobre los hombros del Papa Francisco la «muceta», esa capita ricamente adornada, símbolo del poder papal, se limitó a decir: “El carnaval acabó, guarde esta ropa". Y apareció vestido de blanco, como también acostumbraba a vestir dom Helder Câmara, que dejó el palacio colonial de Olinda y fue a vivir bajo un tejado de media agua en la iglesia de las Candelas, en la periferia; como también hizo el cardenal dom Paulo Evaristo Arns, por no hablar de dom Pedro Casaldáliga que vive en una casita pobre, compartiendo el cuarto con algún huésped. Para mí el gesto más simple, honesto y popular del Papa Francisco fue ir a la residencia donde se había alojado (nunca se alojaba en la grande casa central de los jesuitas en Roma) a pagar la cuenta a razón de 90 euros por día. Entró y él mismo fue a buscar su ropa, hizo su maleta, saludó al personal y se fue. ¿Qué potentado civil, qué opulento millonario, qué famoso artista haría tal cosa? Sería falsear la intención del obispo de Roma querer ver en este gesto, normal para todos nosotros mortales, una intención populista. ¿No hacía lo mismo cuando era cardenal de Buenos Aires e iba a buscar el periódico, hacia la compra, viajaba en metro o en autobús y prefería presentarse como «padre Bergoglio»?Frei Betto acuñó una expresión que es una gran verdad: «la cabeza piensa desde donde pisan los pies». Efectivamente, si alguien pisa siempre palacios y suntuosas catedrales, acaba pensando según la lógica de los palacios y de las catedrales. Por esta razón, el domingo celebró misa en la capilla de Santa Ana, dentro del Vaticano, que es considerada la parroquia romana del Papa. Y después salió a saludar a los fieles a la puerta. Cosa notable y cargada de contenido teológico: no se presentó como Papa, sino como «obispo de Roma». Pidió oraciones no para el Papa emérito Benedicto XVI, sino para el obispo emérito de Roma, Joseph Ratzinger. Con esto retomó la más primordial tradición de la Iglesia, la de considerar al obispo de Roma «el primero entre sus pares». Por estar Pedro y Pablo sepultados en ella, adquirió especial preeminencia. Pero ese poder simbólico y espiritual era ejercido en el estilo de la caridad y no en forma de poder jurídico sobre las demás Iglesias, como predominó en el segundo milenio. No me admiraría en absoluto si, como quería Juan Pablo I, resolviese abandonar el Vaticano y fuera a vivir a un sitio sencillo, con un amplio espacio exterior para recibir la visita de los fieles. Los tiempos están maduros para este tipo de revolución en las costumbres papales. Y qué desafío está representando para los demás prelados de la Iglesia vivir la sencillez voluntaria y la sobriedad compartida.

viernes, 19 de abril de 2013


En un papado para el pueblo, una “Teología popular”

La raíz de la crisis de la Iglesia
No parece que sea ninguna exageración afirmar que, en las últimas décadas, jamás se había hablado tanto de crisis de la religión y, más en concreto, de crisis en la Iglesia. Pero, en un asunto tan delicado y tan grave como éste, no basta con lamentarse de escándalos y del daño que hacen quienes los cometen. Por supuesto, es importante saber lo que pasa, si es que queremos de verdad ponerle remedio y atajar el mal. Pero, si nos limitamos a eso, el mal no se ataja. Lo que importa de verdad es ir derechamente a la raíz de la crisis. ¿Dónde está el fondo del problema?
La raíz de los males que aquejan a la Iglesia no está en el Vaticano. Ni está en la Curia y en los escándalos que, según dicen, allí han ocurrido. La raíz de la crisis, que sufre la Iglesia, está en la teología que legitima un sistema de organización y de gobierno que, por múltiples motivos, ha tolerado y, de facto, ha permitido que la gestión de las cosas se hayan sucedido de forma que hemos llegado a donde nos encontramos. Por supuesto, sería injusto y falso afirmar que sólo la teología, que se suele enseñar (la que se permite enseñar) en los seminarios y centros de formación religiosa, es la responsable de la crisis que sufre la Iglesia. Una crisis, como la que padecemos, está motivada por múltiples y variadas causas, que aquí no es posible enumerar y, menos aún, analizar. Pero no olvidemos que estoy hablando de la raíz solamente. Y esa raíz, insisto y, a mi manera de ver, está en la teología que vienen aprendiendo quienes se preparan para el sacerdocio en seminarios, centros de estudios superiores o de formación catequética y similares.
Un ejemplo dará alguna luz sobre lo que estoy intentando explicar. Me refiero al fracaso de la asignatura de religión. En España, al menos, la Conferencia Episcopal ha conseguido que en la asignatura de religión se matriculen una notable mayoría de los niños, adolescentes y jóvenes que cursan los estudios previos al acceso a la enseñanza universitaria. Pues bien, lo que llama la atención y no resulta fácil explicar es que la gran mayoría de los chicos y chicas, que asisten durante años a las clases de religión, en cuanto pasan de la adolescencia, se muestran indiferentes ante el hecho religioso, a veces contrarios a él y, en no poco casos, abiertamente ateos y distantes de la Iglesia. A veces, los hombres de Iglesia despachan este problema asegurando que los jóvenes se han viciado, que la secularización y el laicismo los ha pervertido, que los profesores no están a la altura de las circunstancias, que las familias no ayudan, etc. Pues bien, seguramente jamás la Iglesia había tenido tantas facilidades para enseñar la religión, en los planes de enseñanza, como viene teniendo desde hace bastantes años. Los obispos ponen y quitan a los profesores. Los obispos deciden los libros de texto que se admiten y los que no se toleran. Por no hablar de la importante subvención económica y los privilegios fiscales que recibe la Iglesia de los poderes del Estado. Esto supuesto, no hay más remedio que preguntarse, ¿qué falla aquí? ¿No será que los contenidos que se dan en la asignatura de religión no son integrados por los alumnos?
Los estudios más concienzudos, que se han hecho sobre este asunto, han dado como resultado que las chicas y chicos, que asisten a las clases de religión, asimilan (en una notable mayoría) los contenidos que en ella reciben hasta los doce años, con las lógicas e inevitables variables de quienes se adelantan a este fenómeno o quienes lo viven con cierto retraso de tiempo. Pero el fenómeno es constante: en torno a los 12 – 13 años, una notable mayoría de alumnos corta con lo que oyen en la clase de religión. Lo que en religión se les dice, deja de interesarles. No es que estén en contra de lo que les dice el profesor, excepto en las consabidas excepciones que confirman la regla. No se trata de que estén a favor o en contra. El problema está en que lo de la religión no les interesa, ni les dice prácticamente nada.
Como es lógico, a cualquiera se le ocurre pensar que, si la religión de la escuela no interesa, eso tendrá algo que ver con la teología que está detrás de la religión de la escuela. Porque, a fin de cuentas, el catecismo, el libro de texto, los temas de catequesis, etc., todo eso se estructura y se formula a partir de la teología que se enseña a seminaristas, religiosos y sacerdotes en los centros donde se elabora y se enseña la teología que acepta la Iglesia, que controla la Congregación para la Doctrina de la Fe y que, en cada país, permite la respectiva Conferencia Episcopal. Por eso, entre otras cosas, hay que afrontar una pregunta elemental: ¿qué pasa con la teología en la Iglesia? ¿No estará en los contenidos de esa teología la razón que explica la profunda crisis que sufre nuestra Iglesia?
La “Teología Popular”, otra forma de hacer teología
Hay dos formas de hacer teología: La teología “especulativa” y la teología “narrativa”. Estas dos formas de hacer teología están ya presentes en el Nuevo Testamento. El ejemplo más claro de una teología marcadamente especulativa es la teología de San Pablo. Como el ejemplo más destacado de una teología narrativa se encuentra en los evangelios. No se trata de que cada una de estas dos formas de hacer teología sea excluyente de la otra. El problema no está en eso.
Como es lógico, la diferencia más evidente está en que, mientras que la teología especulativa se elabora a base de ideas, doctrinas, verdades, dogmas…, la teología narrativa consiste en relatos que presentan hechos, al menos presuntamente históricos, por más que necesiten la debida hermenéutica, según el “género literario” en el que está redactado cada relato. No se puede leer lo mismo en la narración de un milagro que la de una parábola, por poner un ejemplo sencillo.
Pero entre la teología especulativa y la teología narrativa que tenemos en la Iglesia, existen diferencias que son mucho más de fondo. Ante todo, la teología narrativa, al estar constituida por una serie de relatos, tiene obviamente una “estructura histórica”. Mientras que la teología especulativa, al estar elaborada sobre enseñanzas, doctrinas y especulaciones, tiene una “estructura filosófica”. Como advirtió acertadamente Bernhard Welte, en el caso de la teología narrativa (histórica), nos preguntamos “lo que sucede” (o ha sucedido, was geschah), en tanto que, en el caso de la teología especulativa (filosófica), en lo que nos fijamos es en “lo que es” (was ist). Los verbos “ser” y “suceder” (acontecer) determinan y configuran ambas teologías. Hay personas que preguntan: ¿Jesús es Dios? (teología especulativa). Como hay quienes (menos) que se preguntan: ¿qué sucede donde Dios se hace presente? (teología narrativa). Y es que, como entiende cualquiera, la teología especulativa centra su atención en el “ser”, mientras que la teología narrativa se interesa sobre todo por el “acontecer”. A la teología especulativa le preocupa, más que nada, el “dogma”. A la teología narrativa le interesa sobre todo la “ética” (la conducta, la moral, la forma de vivir).
Ahora bien, con esto llegamos al fondo del problema. La teología narrativa (la de los evangelios), al estar situada en el ámbito de la historia, no tiene más remedio que empezar interesándose por “lo humano”, lo que sucede en la historia, en el espacio y el tiempo. Es, por tanto, una teología que se hace “desde abajo”. Por el contrario, la teología especulativa (la de Pablo), al empezar situándose fuera de la historia, por eso mismo toma como punto de partida “lo divino”, lo que no podemos pensar sino como “lo trascendente”, más allá del espacio y el tiempo, “desde arriba”. Y esto es justamente lo que hizo Pablo, ya que él no conoció al Jesús terreno, sino que empezó su itinerario de creyente y su apostolado desde el Resucitado, el Señor de la Gloria (Rm 1, 4). De ahí que Pablo explica los hechos históricos más fuertes (por ejemplo, la muerte de Jesús), no desde lo que aconteció en Galilea o en Jerusalén, sino desde el estremecedor decreto divino según el cual Dios hizo a Jesús “pecado” (2 Cor 5, 21) y “maldición” (Gal 3, 13) por nuestros pecados y por nuestra salvación. Ya que, según la carta a los hebreos, “sin derramamiento de sangre, no hay perdón” (Hb 9, 22).
El fondo del problema, por tanto, con el que tropezamos en la teología especulativa, está en que, de pronto y para empezar, nos vemos metidos de lleno en un ámbito de realidad que nos trasciende y que, por eso mismo, es para nosotros un conjunto de realidades, de ideas, de problemas y posibles soluciones que no entendemos, ni podemos alcanzar a explicar. Sencillamente porque nos trascienden. De ahí que la teología, la religión y la catequesis constituyen un conjunto de saberes que, a la mayoría de la gente, ni le dicen casi nada, ni le interesan, ni le resuelven los problemas que de verdad preocupan a tantos y tantos ciudadanos, sobre todo entre las generaciones jóvenes. Quizá son muchos los que oyen hablar de Dios, de la Religión y de la Iglesia como “elementos extraños a la vida”, que alguien (o algo) pretende introducir en sus vidas aportando nuevas complicaciones, más bien que soluciones, a una vida que ya se ha puesto demasiado complicada.
La “Teología Popular”
La propuesta que hace la “Teología Popular” no se limita al intento, casi desesperado, de explicar la teología de siempre, la teología dominante en la Iglesia, tal como quedó estructurada desde los siglos XI y XII. Pretendiendo explicar aquella forma de pensamiento, de hace casi 800 años, en un lenguaje sencillo, popular y al alcance de todo el mundo. Es evidente que todo lo que se haga en ese sentido merece nuestro reconocimiento y nuestro elogio. Pero, tan evidente como eso, es que, si la Teología Popular se limita a simplificar el lenguaje, manteniendo básicamente la misma estructura y los mismos contenidos, con eso no llegaremos muy lejos. Ni de esa forma arreglaremos la mayor parte de los problemas que mucha gente tiene con la Religión y con la Teología. Entonces, ¿qué hacer?
La propuesta de la Teología Popular consiste en optar decididamente por la “teología narrativa”. El evangelio de Juan dice: “A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer” (Jn 1, 18). Esto quiere decir que el Dios trascendente, al que jamás hemos visto ni podemos ver, al que no conocemos ni podemos conocer, se nos ha manifestado en Jesús. En el hombre Jesús, que es el Dios “hecho carne” (Jn 1, 14), es decir, hecho humanidad y, por tanto, al alcance de nuestra limitada condición humana. Por eso Jesús pudo decirle al apóstol Felipe: “el que me ve a mí, está viendo al Padre” (Jn 14, 9). O sea, a Dios lo vemos, lo escuchamos, lo palpamos, en Jesús, en su forma de vida, en sus costumbres, en lo que le interesaba o agradaba y en lo que no le interesaba y le desagradaba. Es decir, en el gran relato de los evangelios es donde conocemos a Dios, lo que nos dice Dios y lo que quiere Dios.
Pero aquí es importante hacer todavía algunas aclaraciones. Ante todo, conviene tener en cuenta que la Teología Popular no se limita (o no debe limitarse) a explicar cada texto, cada relato, como siempre se ha hecho en las clases de exégesis bíblica. Por supuesto, es importante conocer bien y poder precisar lo que dicen (y lo que no dicen) los textos de los evangelios. Pero con eso no basta. Lo decisivo es aprender cómo Dios se nos “representa” en las narraciones que nos relatan cómo vivió Jesús y cómo quiso Jesús que vivamos los seres humanos. Y lo que se dice de Dios, hay que decirlo igualmente de la fe, de la salvación, de la esperanza… De todo cuanto Dios, en Jesús, nos quiso decir y en él descubrimos.
Esto supuesto, el asunto capital, para la Teología Popular, está en esto: lo que nos presenta la teología narrativa, que encontramos en los evangelios, es el gran relato de un conflicto: el conflicto de Jesús con la Religión establecida en su tiempo y en la cultura de su pueblo. Jesús se enfrentó a los Sumos Sacerdotes, a los Maestros de la Ley, a los Senadores del pueblo, al Templo, a las normas y tradiciones… Jesús fue un hombre profundamente religioso, como lo demuestra su frecuente e intensa relación con el Padre del Cielo, su intimidad única con el Padre (Mt 11, 27; Lc 10, 22), su insistente oración en la soledad de campos y montañas, la presentación repetida y constante del Padre como ejemplo y modelo de vida (Mt 5, 43 – 46; Lc 15, 11 – 32). Pero sabemos, por los relatos evangélicos, que la intensa religiosidad de Jesús fue una “religiosidad alternativa”. Es decir, lo determinante de la religiosidad de Jesús no fue la fiel observancia de los ritos. Para Jesús, más importante que la sumisión a los ritos fue siempre la felicidad de los seres humanos, la dignidad de las personas, la bondad y la cercanía en su relación con todos los que se ven maltratados por la vida o por la sociedad.
Dicho esto, es decisivo caer en la cuenta de la distancia que Jesús mantuvo siempre en su relación con la exacta observancia de los ritos. No olvidemos que “los ritos condensan todo el sistema de signos de una religión” (G. Theissen). De ahí que, en este asunto, hay que afrontar el problema del comportamiento que, con tanta frecuencia, caracteriza a las personas religiosas. ¿En qué consiste este problema? El ámbito primario del comportamiento del “homo religiosus” es el “rito”, no es el “ethos”. Es decir, las personas muy religiosas suelen centrar más su atención y su interés en la exacta observancia de los ritos que en las exigencias que se derivan del Evangelio y que se deben traducir en bondad, respeto, tolerancia y ternura con todos. ¿Por qué esta prioridad del rito sobre el ethos en el homo religiosus? Porque los ritos son acciones que, debido al rigor en la observancia de las normas, constituyen un fin en sí (G. Theissen). Ahora bien, desde el momento en que ocurre eso, el interés del sujeto se centra en la observancia, en las normas básicas que son vinculantes para todos y que constituyen el kosmos, el “orden”, que ofrece seguridad y libera del miedo al kaos, el “desorden”, que se traduce en violencia. Ésta es la razón por la que la Religión es “orden”, en tanto que el Evangelio es “desorden”. Jesús, de hecho, fue condenado y ejecutado como un subversivo y un agitador (Jn 18, 30; 19, 12; Lc 23, 2. 5). He aquí la razón que explica por qué la gente muy religiosa -y no digamos los “profesionales” de la Religión- con frecuencia producimos y reproducimos pautas de conducta de una violencia reprimida que no imaginamos. Una violencia de la que casi nunca somos conscientes. Pero una violencia que llevamos dentro y de la que no tenemos ni idea e incluso ni la sospechamos. El Evangelio es una clave capital de lectura para la toma de conciencia de este fenómeno tan singular como desconcertante.
La Teología Popular en tiempos de un papado para el pueblo
La elección del ex-jesuita argentino Jorge Bergoglio (el papa Francisco), para ser sucesor de Benedicto XVI en el papado, ha sido una noticia inesperada, que está dando mucho que hablar y que pensar. Lo que más llama la atención, en el nuevo papa, es su desconcertante sencillez, su bondad, su cercanía a todos y, sobre todo, su insistente preocupación declarada por recuperar una Iglesia pobre, al servicio del pueblo, especialmente de los pueblos más necesitados de la tierra.
Pues bien, en tiempos de un papado para el pueblo, lo más lógico es que tengamos una Iglesia para el pueblo. Y si, efectivamente, esto es así, parece razonable pensar que la teología que mejor podrá justificar y sustentar a una Iglesia así, será una Teología Popular. La teología que nos evoca constantemente el recuerdo de Jesús. El recuerdo que nos impulsa al kaos del Evangelio, la fuerza profética que nos linera del kosmos de la violencia que es, de hecho, una incesante y criminal agresión contra los más débiles de este mundo.
Es verdad y es evidente que, al plantear así la teología y su razón de ser en la Iglesia, nos acosa el miedo a desviarnos de (o perder) la “ortodoxia dogmática”. Por eso parece conveniente terminar esta presentación de la Teología Popular recordando un texto de J. B. Metz: “La fe dogmática o fe confesional es el compromiso con determinadas doctrinas que pueden y deben entenderse como fórmulas rememorativas de una reprimida, indomeñada, subversiva y peligrosa memoria de la humanidad. El criterio de su genuino carácter cristiano es la peligrosidad crítica y liberadora, y al mismo tiempo redentora, con la que actualizan el mensaje recordado, de suerte que ‘los hombres se asusten de él y, no obstante, sean avasallados por su fuerza’ (D. Bonhoeffer). Las profesiones de fe y los dogmas son fórmulas ‘muertas’, ‘vacías’, es decir, inadecuadas para la mencionada tarea de salvar la identidad y tradición cristianas en el recuerdo colectivo, cuando los contenidos que traen a la memoria no ponen de manifiesto su peligrosidad -¡para la sociedad y para la Iglesia!-; cuando esta peligrosidad se difumina bajo el mecanismo de la mediación institucional, y cuando, en consecuencia, las fórmulas sólo sirven para el automantenimiento de la religión que las transmite y para la autorreproducción de una institución eclesial autoritaria que como transmisora pública de la memoria cristiana ya no afronta la peligrosa exigencia de dicha memoria”.
En tiempos de un papado en el que papa da signos evidentes de estar dispuesto a afrontar esta “peligrosa exigencia”, la Teología Popular produce la impresión reconfortante de recuperar su actualidad.
José María Castillo

El Pensamiento de Ortega y Gasset

El Pensamiento de Ortega y Gasset


LA IDEA DE LA FILOSOFÍA EN ORTEGA Y GASSET

Para Ortega la filosofía es “el estudio radical de la totalidad del Universo”, y tiene estos rasgos principales: Principio de autonomía: el filósofo no debe dar por buenas las verdades de otros saberes, debe admitir como verdadero sólo aquello que se le muestre a él mismo con evidencia. Principio de pantonomía o universalismo: las ciencias (biología, física...) se interesan por una parte de la realidad, la filosofía lo hace por el todo, por el Universo en general; el filósofo relaciona aquello que le interesa (lo moral, lo bello, la verdad…) con el conjunto de la realidad, tratando de descubrir el sentido de las cosas, el ser presente en todas ellas. La filosofía es un conocimiento teórico: es un sistema de conceptos precisos, basados en el ejercicio de la razón y sometido a la lógica, y es un saber ajeno a la preocupación por el domino técnico. Pero para Ortega la filosofía es un saber imprescindible pues satisface el afán humano por el conocimiento y la verdad; y tiene una “utilidad existencial”: el hombre es un náufrago perdido en la existencia, y las teorías, principalmente las filosóficas, le permiten orientarse en la realidad.

EL TEMA DE NUESTRO TIEMPO: LA SUPERACIÓN DE LA MODERNIDAD

Cada época tiene una tarea fundamental que realizar y un destino; para Ortega la nuestra es superar los principios básicos de la modernidad. El principio básico de la Edad Moderna es el de la subjetividad, y la filosofía que lo gesta el racionalismo y el idealismo. El racionalismo considera que la razón es la dimensión principal del hombre y que con ella alcanzamos verdades atemporales y ajenas a cualquier elemento subjetivo. En su versión extrema, el racionalismo es contrario a la vida. Por su parte, para el idealismo el mundo es una construcción o contenido del sujeto cognoscente. Frente a estos puntos de vista encontramos doctrinas opuestas: el idealismo tiene como contraria la tesis realista del pensamiento antiguo y medieval, y al racionalismo se opone el relativismo y el vitalismo irracionalista. Pero ninguna de estas dos oposiciones es correcta y es preciso superar el racionalismo y el relativismo, el idealismo y el realismo. Rechaza Ortega la visión de una razón ahistórica y transpersonal, pero sin proponer una actitud vitalista radical, irracionalista; su "racio-vitalismo" reivindica una noción de la razón que no sea contraria a la vida, la razón vital. Se trata de mantener una posición de equilibrio entre el sujeto y el objeto, entre la mente y el mundo, entre el yo y las cosas. La realidad tiene dos caras, el mundo y el yo, la subjetividad y las cosas y ambos extremos no pueden darse uno sin el otro ni. Ni la realidad es una mera construcción del sujeto ni algo independiente y anterior a él. Estos términos pueden expresarse también con las palabras yo y circunstancias: mis circunstancias, el mundo, no son algo independiente, existen en su relación conmigo, con mi subjetividad; pero el yo no puede darse sin las circunstancias, no puede ser lo que es sino es en el ámbito de lo concreto y depende de ellas para su realización.

LA VIDA, REALIDAD RADICAL (EL PROBLEMA DEL HOMBRE)

La realidad radical o primordial es aquella en la que descansan todas las demás, es tanto la primera verdad como el ámbito en el que se incardinan todos los demás. Para el realismo la realidad radical era algo exterior a la subjetividad (Naturaleza, Dios...); para el idealismo la subjetividad. Ortega exigirá, una nueva realidad radical: la correlación entre subjetividad y mundo, entre yo y circunstancias, la vida. La vida no se identifica con el cuerpo, el alma o la mente, que son construcciones que desde la propia vida nos hacemos para entender la realidad; pero tampoco es una categoría abstracta, sino lo más concreto pues se refiere a la vida de cada cual: la vida es el conjunto de vivencias y el ámbito en el que se hace presente todo, tanto el mundo o circunstancia como el yo o subjetividad. Debemos construir una nueva idea del ser (que es la vida); la vida no es una cosa, no tiene naturaleza ni es una substancia; su ser es hacerse, es devenir y proyecto, es construirse en el tiempo. Sin embargo, aunque no exista una esencia humana inmutable sí existe un marco que predetermina todo lo que podemos llegar a ser, sí existen ciertos rasgos o características presentes en toda vida humana, y Ortega las llama categorías de la vida.
Vivir es un saberse y comprenderse. Los objetos físicos no tienen una noticia de sí mismos, no se sienten, nosotros sí. Este saber es anterior a toda conceptualización y pensamiento teórico, es un conocimiento espontáneo y prerreflexivo, es la presencia inmediata de nosotros ante nosotros mismos, aunque también de las personas y cosas que nos rodean, del mundo circundante. Vivir es encontrarse en el mundo. El mundo es un elemento fundamental de la vida, no algo exterior a ella; nos es tan básico que incluso nos damos cuenta antes de él que de nosotros mismos; además, el vivir es siempre ocuparse con las cosas del mundo, es convivir con una circunstancia. El mundo o circunstancia no es sólo el descrito por la ciencia, es también el mundo de los valores, de la religión, es toda realidad en la que se sitúa y con la que se encuentra el sujeto y que determina sus posibilidades existenciales. El mundo no se puede separar de nosotros: no se puede entender el yo sin el mundo o circunstancia, pero tampoco se puede entender el mundo sin el yo o subjetividad puesto que lo que sea el mundo depende de las peculiaridades, creencias y sensibilidad de cada uno. La vida es fatalidad y libertad. El mundo que nos ha tocado vivir no es algo que podamos elegir; la circunstancia en la que se desenvuelve nuestra vida determina nuestro yo. Pero sin la concreción que implica la circunstancia nos sería imposible ser y actuar: la vida es siempre estar en una circunstancia, el mundo vital es nuestro aquí y ahora y es a partir de él como debemos actuar y modelar nuestro futuro; este hecho permite la libertad, pues la pura indeterminación la haría imposible. Existe la libertad: la circunstancia nos permite un cierto margen de posibilidades y nos exige decidir: la vida se presenta siempre como un problema, que nadie excepto nosotros puede resolver, y tiene un carácter dramático; estamos arrojados a la existencia y nos toca elegir y participar; en consecuencia tenemos proyectos, que han de ser fieles a nuestro ser, a nuestro destino; así, la vida es libertad, y debe ser responsabilidad. La vida es futurición. El futuro es la dimensión temporal más importante para caracterizar al hombre: nuestra vida es siempre atender al futuro, apostar por un proyecto y actuar para realizarlo; Ortega defiende dos tipos de tiempo: el cósmico, que es solamente el presente; y el del viviente: que es de modo primordial el futuro.

EL CONOCIMIENTO Y LA VIDA (EL PROBLEMA DEL CONOCIMIENTO)

Tanto el objetivismo como el subjetivismo tienen un mismo fundamento, la creencia en la falsedad del punto de vista del individuo; contra a ella, Ortega afirma que el punto de vista individual es legítimo porque es el único posible, es el único desde el que puede verse el mundo. La perspectiva queda determinada por el lugar que cada uno ocupa en el Universo, y sólo desde esa posición puede captarse la realidad. La realidad es múltiple, perspectivística; no existe un mundo en sí mismo, existen tantos como perspectivas; y cada una de ellas permite una verdad. Cada perspectiva capta una parte de la realidad, de ahí la importancia de todo hombre y toda cultura, todos ellos son insustituibles pues cada uno tiene como tarea mostrar, hacer patente, el mundo que se le ofrece en virtud de su circunstancia. Ortega defiende el perspectivismo alegando que el sujeto no es un medio transparente, ni idéntico e invariable: de la totalidad de cosas, muchas son ignoradas por el sujeto cognoscente por no disponer de órganos adecuados para captarlas, y otras pasan por éstos a su interior; en cada individuo su psiquismo, y en cada pueblo y época su “alma”, actúa como un “órgano receptor” que faculta en cada caso la comprensión de ciertas verdades e impide la recepción de otras. Esta dimensión perspectivística vale para el mundo físico, pero también para los valores y las verdades.
Para Ortega la realidad primordial, la vida, sólo puede captarse adecuadamente mediante el recurso de la razón vital y de la razón histórica. Ortega y Gasset llamó racio-vitalismo a su sistema filosófico. Es la filosofía que tiene como tema la reflexión sobre la vida y la explicación de sus categorías fundamentales. Ortega se aleja del vitalismo irracionalista de Nietzsche y no niega la racionalidad humana pues el apetito de verdad y de objetividad forma parte de las inclinaciones más profundas del ser humano; además, con la razón construimos descripciones de la realidad que nos permiten orientarnos en la existencia: los sistemas de creencias hacen inteligible la realidad y permiten enfrentarnos al naufragio que es la existencia. Pero ello no nos lleva de ningún modo al racionalismo pues la razón vital, a diferencia de la razón pura del racionalismo es capaz de recoger las peculiaridades y reclamaciones de la vida (la perspectiva, la individualidad, la historia, la corporeidad...). La razón vital conduce a la razón histórica, puesto que la vida es esencialmente cambio e historia. La razón histórica tiene como objetivo comprender la realidad humana a partir de su construcción histórica y de las categorías de la vida, y con ella podemos superar las limitaciones de la razón físico-matemática de la modernidad. La razón histórica permite comprender los sentidos de la existencia humana, y para ello se refiere a dimensiones del vivir como los sentimientos, valoraciones y proyectos del individuo o colectividad, y a las creencias y esquemas mentales con los que damos un sentido a nuestra vida. La razón histórica utiliza igualmente los recursos interpretativos del enfoque historicista: el análisis de la biografía, la teoría de las generaciones y la comprensión de las distintas épocas que constituyen nuestro pasado y determinan nuestro presente.