sábado, 8 de junio de 2013

Que nadie se quede sin ver este video: "Como derrocar a un dictador"

Que nadie se quede sin ver este video: "Como derrocar a un dictador"

LOS "CAMARADAS" DE COREA DEL NORTE.





Los "Camaradas" de Corea del Norte

Victor Hugo D Paola
Sábado, 8 de junio de 2013







   Foto: Google
La delegación venezolana en Naciones Unidas fue el único voto en contra de una resolución que condenaba a Corea del Norte por el uso con intenciones bélicas del arma nuclear.
El Embajador de Venezuela en Naciones Unidas es Jorge Valero, quien durante varios años fue Embajador del Presidente Caldera en Corea del Sur. En ese entonces se mostraba admirado del poderoso desarrollo tecnológico, del progreso económico y social de Corea del Sur, criticaba la dictadura militar de Corea del Norte, la persecusión ideológica y se burlaba de la Doctrina Zuche, engendro teórico -mezcla de estalinismo con confucianismo- inventado por Kin Il Sung para justificar el aislamiento y la dictadura que aplicaba sobre su pueblo. No resulta extraña esta posición de Venezuela en Naciones Unidas, es la linea del gobierno de Chávez.
La prensa chavista, voceros del régimen del presidente desaparecido y ahora de Maduro, tienen también una linea de condena a los Estados Unidos y Corea del Sur y de defensa de Corea del Norte. Son los amados camaradas del chavismo.
Barbara Demick fue durante varios años corresponsal de Los Angeles Times para las dos Coreas, tiene un libro revelador de la barbarie que se vive en Corea del Norte. Se llama "Querido Líder", así estaban obligados los coreanos al referirse a Kim Jong Il, el heredero de Kim Il Sung y padre del actual tirano Kim Jong Um, también heredero en la dinastía. Varias visitas a Corea del Norte y diversas entrevistas a disidentes y exiliados le revelaron a esta periodista el infierno para sus habitantes que es Corea del Norte.
Pocas veces hay electricidad, no hay televisión sino la oficial, no se puede leer. No se consiguen libros editados en el extranjero,a quien le consiguieran alguno, sería castigado severamente con prisiones. El internet no se conoce, esta absolutamente prohibido. Mientras Corea del Sur es una democracia, la decimotercera potencia económica del mundo, la otra Corea, la que el chavismo defiende, sufre hambrunas terribles como la de los años 1990, cuando murieron de hambre dos millones de personas. La ayuda de alimentos que recibieron (¡que paradoja!) fue de Estados Unidos, la otra Corea y Naciones Unidas. Es un pueblo subalimentado, donde solo vive bien la élite militar, la gerentocracia militar que lo controla todo, bajo la vigilancia del "presidente eterno" Kim Il Sung. Estatuas suyas por doquier, cada edificación debe tener en la fachada un retrato de Kim del mismo tamaño del edificio. El culto a la personalidad del primero de la dinastía, continuado por el "Querido líder" y ahora por su nieto que parece no estar en sus cabales por sus planes guerreristas.
En Corea del Norte está prohibido tener un automóvil, tampoco nadie lo puede adquirir. Si una pareja de enamorados se besa en público, puede ser condenada a dos meses de prisión. Para contraer matrimonio una pareja debe hacerlo ante una de las 34.000 gigantescas estatuas de Kim Il Sung, de lo contrario el matrimonio no es válido. No hay comunicación con los familiares de la otra Corea; cartas, telegramas, correo electrónico están prohibidos. A lo largo del Paralelo 38 hay una frontera de muros, de alambre de espino, de minas terrestres, que nadie puede pasar. Pese al hambre generalizada se les prohibió a los campesinos cultivar sus propias pequeñas parcelas. La fuerza armada es la mayor organización del país, el 20% de los hombres debe pertenecer al ejército. Éste es un monstruo que consume las pocas materias primas producidas en el país. Tiene un millón de efectivos, el cuarto más grande del planeta. El presupuesto militar consume la mayoría de los recursos. En las calles se repite el eslogan: "el ejército es lo primero". Kim Il Sung era dios, Kim Jong Il era el hijo de dios y hoy, Kim Jong Um es el nieto de Dios. El gobierno de Pyongyan es un anacronismo que sin embargo obtiene el respaldo del gobierno venezolano.

viernes, 7 de junio de 2013

EL "PROGRESO": ¿ Y COMO SE COME ESO?

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El "progreso": ¿y cómo se come eso?

ANGEL OROPEZA |           
miércoles 26 de septiembre de 2012  12:00 AM
La complejidad de la realidad actual venezolana y de sus problemas, así como la diversidad y multiplicidad de las soluciones y opciones de respuesta, no encaja ya en la simplicidad topográfica de la vieja dimensión horizontal, plana, de "derecha vs izquierda". Es necesario migrar a una clasificación más útil y moderna, y es aquí donde surge como alternativa la dimensión vertical de "progresismo vs retrogradismo" (no importa que éste haga énfasis en el Mercado o en el Estado), o, más fácil todavía, la distinción entre "políticas de progreso" vs "políticas de atraso".

El progresismo es un concepto dinámico, recogido en varios libros de teoría y tendencias contemporáneas de pensamiento, y surge como antagónico a las posiciones políticas y económicas conservadoras.  Históricamente, cobra fuerza tras la caída del Muro de Berlín y las llamadas "crisis de las ideologías" a finales de los años 80 del siglo pasado, ante la necesidad de superar el agotamiento de los enfoques tradicionales y excluyentes de las izquierdas y derechas radicales. Tiene una vocación profundamente reivindicativa y su desarrollo implica vincularse de forma inequívoca del lado de las necesidades de las mayorías más necesitadas. Entre sus exponentes más conocidos se encuentran Anthony Giddens, Roberto Mangabeira, y el economista indio Amartya Sen, premio Nobel de Economía en 1998.

El progresismo moderno ha comprendido que para hacer posible las aspiraciones colectivas es necesario preservar y proteger el ámbito de lo  individual. Las responsabilidades colectivas pasan por el respeto de los derechos individuales; pero sin un progreso para todos, en colectivo, las libertades individuales nunca estarán garantizadas.  En este sentido asume, de manera integral, que ambas esferas de la vida, la individual y la colectiva,  son complementarias, inalienables y mutuamente dependientes.

Desde el punto de vista del ejercicio del poder, el progresismo esgrime que la función principal del Estado es ofrecer las oportunidades y herramientas necesarias para que la persona desarrolle al máximo las capacidades con las que nace y mejore así sus condiciones originales de vida. El progresismo sostiene que nadie esté determinado de antemano por el lugar o la  condición en la que nació, sino que pueda disponer de los instrumentos y recursos que la sociedad posee para explotar sus potencialidades como persona y como ser social.

Dado este compromiso indeclinable y principista con las mayorías, el progresismo constituye la negación más rotunda de los liderazgos vitalicios y de los derechos adquiridos, transformados en privilegios para unos pocos. Es por ello que, frente a esta propuesta política de colocar al progreso como eje de la actividad del Estado, la defensa de posturas ideológicamente muy precarias, como la del "socialismo del siglo XXI", es realmente una actitud conservadora, que defiende el status quo y los privilegios de quienes detentan el poder en nombre de una concepción interesadamente abstracta y gaseosa de "pueblo". Para el progreso, el pueblo no es una entelequia sólo útil para adornar los discursos y legitimar los apetitos de poder: por el contrario, el pueblo es la suma de personas concretas, con aspiraciones, demandas y exigencias cambiantes, no estáticas, con quienes se debe trabajar coordinadamente con los responsables de gobierno, mediante el traspaso de recursos, el empoderamiento y la organización popular, para así afrontar juntos la solución de sus problemas, sin ningún tipo de exclusión por razones de simpatía o credo político.

Desde el plano ideológico, en la propuesta progresista para Venezuela  prevalece el pluralismo de ideas, porque sus acciones apuntan hacia valores e intereses generales, la igualdad, la justicia, la libertad, y no a la confrontación política reduccionista y generadora de violencia de la lucha de clases.

La propuesta de progreso, en síntesis, es un proyecto fundamental y esencialmente humanista y liberador, centrado en la persona, no en el Estado ni en Mercado, sino en lo que de ambos es necesario para el objetivo de construir caminos de superación popular en libertad y justicia.

PROGRESO Y PROGRESISMO

1


Decimos que hemos progresado cuando

avanzamos en algo. Sostenemos, por

ejemplo, que “estamos progresando” cuando

queremos informar que hemos dado un paso

hacia adelante en un proyecto que tenemos

en curso, en una iniciativa que habíamos

iniciado, en un plan que queremos llevar

a cabo. O, para felicitar a alguien que está

haciendo un esfuerzo y ha logrado resultados,

recurrimos a la fórmula: “muy bien, ya vas

progresando”. Incluso utilizamos la expresión

en tono de afecto para celebrar los logros

alcanzado por alguien en el aprendizaje de

una actividad que requiere destreza física:

“muy bien, muchacho, sigue así que estás

progresando”. O, ante una enfermedad, se

celebra la mejoría del paciente con la frase

“venturosamente está progresando”. En

todos estos casos la idea –el concepto- de

progreso tiene un significado positivo. Nos

anuncia que vamos avanzando y, al mismo

tiempo, mejorando.

De alguna manera, al hablar de progreso,

en efecto, anunciamos la existencia de una

meta a la que nos vamos acercando. Y, en

esa medida, damos cuenta de la existencia

de un cambio, de una transformación, que

identificamos con la idea de progreso.

En sentido contrario lamentamos las

parálisis o, de plano, los retrocesos. Cuando

emprendemos un proyecto y las cosas no

salen como esperábamos tenemos que

reconocer que “no estamos progresando”.

Es decir, que seguimos en el mismo lugar

en el que iniciamos o, en su defecto -peor

aún-, que vamos hacia atrás. El retroceso,

entonces, en esta primera aproximación

al concepto, constituye la negación del

progreso. De nueva cuenta, en principio,

la idea de progresar tiene una valoración

positiva, optimista. Y, en sentido contrario, el

estancamiento y el retroceso se consideran

un fracaso, una derrota. Progresamos porque

avanzamos mejorando; porque no estamos

paralizados, porque no vamos de regreso.

Conservadurismo y reacción son, entonces,

ideas que se contraponen diametralmente

con el sentido transformador del progreso.

Un progresista es alguien que se

compromete con el cambio y que asume el

reto de emprender las transformaciones

que pueden mejorar su vida y su entorno.

Un conservador, en cambio, es el que no

quiere que las cosas cambien, que apuesta

por el estancamiento, por la parálisis. Un

reaccionario va más lejos que el conservador

y quiere emprender el camino de regreso,

llevarnos al pasado.

Progresar, progresismo y progresista, en

esta primera aproximación general a la idea,

son conceptos que se orientan y apuestan por

el futuro. Su brújula no es necesariamente

el optimismo ingenuo pero sí, como diría

Norberto Bobbio, el realismo insatisfecho. Es

decir alguien que adopta una actitud objetiva

frente a la realidad pero que no se conforma

con la misma.

Progreso y Progresismo

Pedro Salazar Ugarte


I.


2


En el ámbito de la política y del pensamiento

social, la idea del progreso –así como sus

contrarios: reacción, regresión- tiene una

larga historia. Y, aunque su significado ha

variado con el paso del tiempo, por lo general,

siempre ha estado asociado con las ideas de

adelantamiento, de perfeccionamiento, de

avance civilizatorio. La idea de progresar, tal

como ya hemos advertido, se ha identificado

con la idea de transformación emancipatoria.

Y ha sido una idea asociada con la biografía

de las personas –de individuos concretos- o

con la historia de grupos sociales –estados,

civilizaciones, culturas- e, incluso, con el

devenir de la humanidad en su conjunto.

“Juan ha progresado mucho desde la

última vez que lo vimos” es una frase que

indica que ese individuo ha mejorado en

algo con el paso del tiempo. La misma lógica

se encuentra detrás de la siguiente idea:

“México progresó mucho en los últimos

tiempos”. En ambos casos queremos indicar

que hemos constatado cambios positivos en

la persona o en el país en un determinado

lapso de tiempo. En este sentido, de nuevo,

la idea de progresar está asociada con

valoraciones positivas. Pensamos que

Juan ha progresado porqué está mejor que

antes; decimos que México progresó porque

cambió positivamente. Esa asociación –casi

intuitiva- entre progreso y evolución ha

acompañado a la idea desde sus orígenes

y, aunque no debe darse por descontada,

confirma la vocación emancipadora que

inspira al pensamiento progresista.

A nosotros nos interesa, sobre todo, la idea de

progreso asociada con las transformaciones

sociales. Si lo que queremos es entender

qué significa ser progresista en política

necesitamos comprender qué significa el

progreso en términos de cambio social. Lo que

buscamos son las coordenadas que permitan

identificar al progresismo en el ámbito de las

relaciones políticas y sociales. Es decir, en

el ámbito de la convivencia entre personas,

ciudadanos y autoridades. Y ello supone contar

con un parámetro –con un horizonte- que nos

permita valorar cuándo los cambios sociales

pueden considerarse un signo del progreso

y cuando no. En ese sentido el progresismo

en política necesita contar con un proyecto

de sociedad justa que sirva como parámetro

para valorar, precisamente, el progreso

representado por las acciones individuales

y colectivas. Sin ese proyecto programático

el progresismo pierde su brújula y se corre

el riesgo de confundir cualquier cambio con

un signo de progreso. Nada más equivocado:

el cambio por el cambio no constituye en sí

mismo una transformación progresista.

El progresismo en política necesita un

horizonte. Sin un proyecto programático bien

definido es imposible medir el progreso de

una sociedad. El pensador progresista, la

política progresista, el ciudadano progresista,

la persona progresista –sino quiere ser un

mero bufón del cambio- debe conocer ese

proyecto y usarlo como medida del progreso.

Identificar cuál es ese proyecto es la primera

tarea, ineludible, para un proyecto progresista.

Podemos, por ejemplo, medir el progreso

social en términos de bienestar o de felicidad.

Pero también podemos hacerlo en términos de

justicia, de cultura, de riqueza, de capacidad

militar, etcétera. En este sentido el progreso

es una idea vacía que necesita asociarse,

ineludiblemente, con otras ideas. El progreso,

por decirlo de alguna manera, es un concepto

II.

III.


3


dependiente: lo que consideramos como una

meta positiva nos servirá para indicar cuándo

hemos progresado o cuando, por el contrario,

hemos retrocedido. Y esto nos complica

las cosas porque es posible que lo que a

algunos nos parezca valioso no les resulte

igualmente deseable a otros y viceversa. O,

para decirlo de otra manera, no existe un

solo proyecto progresista ni una sola idea de

progreso. En realidad existen tantas como

proyectos políticos podamos imaginar. Salvo

los proyectos conservadores o reaccionarios,

todo aquel proyecto que proponga un cambio,

un adelantamiento en algo, en principio, podrá

ostentarse como un proyecto progresista. De

hecho, aunque resulte paradójico, alguien que

se propone emprender un cambio regresivo,

en la medida en la que lo logra, al caminar

hacia atrás, progresa. En esta dimensión, la

idea de progreso es un recipiente vacío.

Por ejemplo, un cambio que produzca

únicamente riqueza material será una prueba

de indiscutible progreso para algunos, sin

importar que esa riqueza esté concentrada

en las manos de unos pocos y sin reparar en

la forma en la que fue adquirida. Y lo mismo

vale para las transformaciones tecnológicas o

científicas. Para muchos éstas son una prueba

irrebatible del progreso de la humanidad. Y la

verdad es que la historia nos ha demostrado

que ni la riqueza material por sí sola, ni los

logros en el ámbito científico y tecnológico en

sí mismos merecen siempre celebrarse. No

al menos si dotamos a la idea de progreso

de un contenido moral y colocamos a las

personas –a su dignidad y a su autonomía- en

el centro de la ecuación. Con este parámetro

como medida las cosas cambian y, ni la

riqueza material, ni los avances científicos

y tecnológicos, constituyen por sí solos

signos del progreso. La valoración positiva

de los procesos que produjeron la riqueza y

de los resultados de las transformaciones

científicas y tecnológicas dependerá de

que éstos contribuyan a mejorar la vida de

las personas, a potenciar su autonomía y a

dignificar las condiciones de su existencia.

Durante mucho tiempo se pensó que el

progreso científico y el progreso moral de la

humanidad iban inevitablemente de la mano.

Esa idea marcó al pensamiento ilustrado

por lo menos desde la obra de uno de sus

promotores más destacados: Emanuel Kant.

Con una buena dosis de optimismo (y algo

de ingenuidad) muchos filósofos y políticos

durante décadas pensaron que el destino

de la humanidad estaría marcado por un

venturoso matrimonio entre los avances

científicos y tecnológicos con la emancipación

social y moral –entendida como la liberación

de la subordinación y de la dependencia de

las necesidades, las desigualdades, etc.- de

los seres humanos. La idea de progreso en

ese contexto tenía un contenido ampliamente

aceptado y no era objeto de mayores

controversias. Y, sin embargo, tristemente,

la vinculación entre el progreso tecnológico y

científico y el progreso moral de la humanidad

fue desmentida por la historia. Al menos

desde la primera guerra mundial y, sobre

todo, durante la segunda guerra, quedó claro

que el progreso en el ámbito de la tecnología

y de la ciencia no necesariamente se alineaba

con el progreso moral de la humanidad. Los

horrores de esos acontecimientos históricos,

junto con muchas otras cosas, hicieron añicos

la idea de progreso (y la fe en el mismo).

Si colocamos a la idea del progreso moral

como parámetro y la dotamos de un contenido

simple pero exigente -la generación de las

condiciones reales que permitan a los seres

4


humanos vivir una vida digna y autónoma-,

entonces, tenemos que el progreso científico y

tecnológico (así como el progreso material) se

encuentran condicionados. Solamente serán

un verdadero progreso cuando abonen en el

terreno de la emancipación social y moral de

la humanidad. Una emancipación, conviene

decirlo de inmediato, que debe tener un

sentido práctico y real y no sólo teórico o ideal.

En ese sentido es un hecho que el progreso

científico y tecnológico puede coincidir con

el progreso moral –basta con pensar en el

impacto positivo para la calidad de vida de

los seres humanos que puede derivarse de

los avances en el campo de la medicinapero

lo cierto es que, entre ambos, no existe

una vinculación necesaria ni una relación de

reforzamiento recíproco en automático. Así

como podemos celebrar el descubrimiento

de la penicilina o la llegada del hombre a la

luna; lamentablemente también tenemos que

hacer cuentas con el holocausto o las bombas

atómicas en Hiroshima y Nagasaky. Por citar

solamente un par de lugares comunes en

cada rubro.

El progreso moral –entendido como el

avance hacia una sociedad más justa en la

que las personas puedan vivir una vida digna

y autónoma- constituye un parámetro para

valorar los méritos del progreso científico y

tecnológico y no al revés. Sólo así podremos

decir que la ciencia y la tecnología se

encuentran al servicio del hombre.

El pensamiento progresista no defiende (o

celebra) el cambio por el cambio mismo. O,

con otras palabras, ser progresista no significa

aplaudir cualquier transformación por el

sólo hecho de que ésta haya ocurrido. Para

valorar si un cambio o una transformación

son positivos –si constituyen un progresodebemos

tener presente el horizonte hacia el

que están dirigidos. De lo contrario podemos

caer en la trampa de pensar que cualquier

transformación por sí misma constituye un

signo de progreso. En esa dimensión la idea

misma de progreso carece de utilidad. ¿De

qué me sirve un concepto que puede llenarse

con cualquier contenido?

Para evitar que ello suceda y para que

tenga sentido utilizar la idea de progreso

como una bandera política es necesario

trazar las coordenadas del horizonte que

nos proponemos alcanzar. Sin un proyecto

de sociedad justa el progresismo pierde

su rumbo. Y ese proyecto debe tener una

vocación transformadora de la realidad

concreta en la que viven los seres humanos

y no sólo una proyección teórica. Con otras

palabras: debe ser un proyecto realizable y no

un ideal inalcanzable. El eje de ese proyecto

emancipador -como nos ha enseñado Amartya

Sen- deben ser las personas concretas que

viven en el mundo real. Así de simple y así de

claro. Y el cometido de ese proyecto debe estar

compuesto por las ideas, acciones, políticas,

etcétera, que sirvan para dotar a esos seres

humanos de las condiciones necesarias para

desplegar su plan de vida en condiciones

dignas y autónomas. En ese sentido el proyecto

progresista debe ser el de una sociedad justa

(o, como la han denominado algunos filósofos

contemporáneos, una sociedad “decente”; no

en un sentido moral sino social: una sociedad

cohesionada, incluyente e igualitaria) en el

que todas las personas –sin discriminacionespuedan

proponerse un plan de vida e intentar

llevarlo a cabo. De esta manera, con este

ambicioso proyecto como horizonte, será

posible contar con un parámetro para medir

IV.


5


cuándo una decisión, una acción, un desarrollo

tecnológico, etcétera, en realidad, abonan en

el terreno del progresismo y cuando no.

El pensamiento progresista, en síntesis,

debe estar comprometido con un proyecto

de sociedad decente. El contenido de ese

proyecto será el parámetro del progreso.

En 1969, la Asamblea General de las

Naciones Unidas, en su resolución 2542 (XXIV),

adoptó una Declaración sobre el Progreso y

el Desarrollo Social. Con la misma, de alguna

manera, trazó las coordenadas ideales de

lo que puede considerarse legítimamente

como progreso en el mundo actual. En ese

texto, de hecho, encontramos conceptos

que constituyen las metas del progreso y

que, en esa medida, trazan las coordenadas

de una sociedad justa. Derechos humanos,

libertades fundamentales, paz y justicia social,

básicamente, se erigen como las directrices

del pensamiento legítimamente progresista.

Se trata de conceptos con un significado

filosófico, jurídico y social que abreva de

la tradición del pensamiento ilustrado. Su

punto de partida es el reconocimiento y la

defensa del valor de las personas como seres

autónomos y dignos que merecen respeto.

La Declaración de la ONU es clara al

respecto: “el progreso social y el desarrollo

en lo social se fundan en el respeto de la

dignidad y el valor de la persona humana

y deben asegurar la promoción de los

derechos humanos y la justicia social”

(Art. 2). Así las cosas, en consonancia con

lo que se ha venido sosteniendo, aunque

se reconoce que “la ciencia y la tecnología

pueden aportar a la satisfacción de las

necesidades comunes de la humanidad”,

en el mismo documento se advierte que “…

la tarea primordial de todos los Estados y

todas las organizaciones internacionales

es eliminar de la vida de las sociedades los

obstáculos y los males que entorpecen el

progreso social, en particular males como

la desigualdad, la explotación, la guerra, el

colonialismo y el racismo”. De esta manera,

a la vez que se trazan las coordenadas del

progreso social, se advierten los males que

constituyen retrocesos.

De hecho, la propia Declaración va

indicando signos deseables de progreso

social: la derrota de las discriminaciones, la

ampliación de las libertades, la eliminación

de la desigualdad y la explotación, la

eliminación del hambre y la desnutrición,

la protección y la dignificación del trabajo,

el combate del analfabetismo, etcétera.

Estos objetivos –que se erigen como

banderas del pensamiento progresista-,

si los observamos con atención, no son

otra cosa que los derechos humanos o

fundamentales de las personas que el

constitucionalismo democrático se ha

propuesto defender. Derechos que, en su

conjunto, constituyen una agenda muy

ambiciosa y que un filósofo como Norberto

Bobbio consideró, precisamente, como el

único signum prognosticum –como la única

señal optimista- de nuestro tiempo.

Para Bobbio, en efecto, los derechos

humanos, la democracia y la paz eran tres

momentos de un solo movimiento histórico

que, en su orientación y sentido, podríamos

llamar la senda del progreso. O, para los fines

que nos interesan, que podríamos identificar

como la agenda del progresismo.

V.


6


Hemos encontrado el horizonte ideal hacia

el que apunta el pensamiento progresista: el

reconocimiento efectivo de una agenda amplia

de derechos fundamentales para todas las

personas. Se dice fácil pero no lo es. Colocar a

los derechos como horizonte ideal de progreso

supone, para empezar, un fuerte compromiso

con la idea de igualdad: todas y todos

somos igualmente titulares de un conjunto

de derechos humanos o fundamentales.

Ello sin importar nuestro sexo, raza, etnia,

preferencias (de todo tipo), religión (o no

religión), etcétera. En ese sentido, la agenda

de los derechos, en sí misma es una agenda

contra las discriminaciones y contra los

prejuicios. El progresismo, en este sentido,

empata perfectamente con los movimientos

sociales y políticos de izquierda que han

combatido por ampliar la base de igualdad en

derechos. El progresismo, de hecho, ante todo

es un movimiento igualitario que se coloca

del lado de los más débiles para enfrentar

y derrotar a las situaciones de privilegio. La

idea de los “derechos fundamentales como

los derechos del más débil” –acuñada por el

jurista italiano Luigi Ferrajoli- adquiere pleno

sentido en esta orientación.

Pero ¿porqué hablar de derechos humanos

o fundamentales? En verdad, ¿podemos

abrazar la agenda de estos derechos como el

eje del pensamiento progresista –como la ruta

hacia la sociedad justa y decente- sin incurrir

en una trampa tendida por los abogados

para judicializarlo todo? Sí, si entendemos

que los derechos humanos o fundamentales

no son solamente fenómenos jurídicos. En

realidad se trata de una fórmula conceptual

para dar cuenta de aquellas reivindicaciones

sociales que han venido derrotado privilegios

y limitando a los poderes a lo largo de la

historia moderna de la humanidad. Y no son

conceptos solamente occidentales, como

suele sostenerse con frecuencia. Amartya

Sen, el filósofo de origen indio que ya he

mencionado, nos recuerda, por ejemplo,

que cuando la inquisición estaba en todo

su esplendor en Occidente –mientras la

Iglesia católica quemaba a Giordano Bruno

en Roma, en 1600-, en India, el emperador

mongol Akbar, emprendió una política para

combatir las discriminaciones religiosas y

para defender a las mujeres de los abusos

que les imponían las prácticas tradicionales

y religiosas ortodoxas. En esos contextos,

la defensa de los más débiles puede

considerarse legítimamente como una lucha

por los derechos humanos. Es decir, una lucha

por la libertad de las personas para pensar,

decidir y expresarse por su cuenta; una

batalla por el reconocimiento de la igualdad

en la diferencia; una gesta por el derecho/

poder para participar en las decisiones de

la colectividad en la que se vive. De esta

manera, con la denominación que queramos

darle, la lucha por los derechos siempre ha

sido una gesta progresista. De nueva cuenta,

si asumimos que el eje del progresismo es la

dignidad y la autonomía de las personas.

Los derechos humanos o fundamentales

son una baraja que incluye libertades,

inmunidades, potestades políticas y

reivindicaciones sociales. Por eso hablamos

de derechos de libertad (como la libertad de

expresión, la libertad religiosa, la libertad

de reunión, la libertad de asociación); de

derechos civiles (que protegen nuestra libertad

personal, nuestra integridad física y nuestro

patrimonio, principalmente); de derechos

políticos (votar, ser votado, reunirse para

participar en política o asociarse para incidir

en política) y de derechos sociales (al trabajo,

VI.


7


a la salud, a la educación, a la vivienda, a la

alimentación, etcétera). Pero lo que importa

es que cada una de esas categorías encierra

una reivindicación de un bien o de una causa

que merece ser defendida si queremos llevar

a cabo una vida digna y autónoma. Por eso los

derechos siempre han sido una defensa de

los débiles frente a los poderosos y siempre

seguirán siendo una causa emancipadora. En

ese sentido son el parámetro del progreso

y constituyen la bandera política ideal del

pensamiento progresista en el Siglo XXI.

Dentro de esos derechos, en un contexto

social como el mexicano, adquieren un

lugar especial y prioritario los derechos

sociales. Son, de alguna manera, el eje

principal del progresismo. Esto es así porque

las desigualdades sociales –la pobreza,

la marginación- constituyen el principal

obstáculo material para la agenda progresista.

Por eso el derecho a la alimentación, a la

educación, al trabajo, a la vivienda, a la

salud, principalmente, son las banderas y los

parámetros del progreso. Si estos derechos

no son garantizados a todas las personas,

¿qué sentido tiene hablar de autonomía y

de dignidad personales? En este sentido, el

progreso social del que habla la declaración

de la ONU está íntimamente ligado con la idea

de progreso moral que hemos delineado. El

progreso moral de la humanidad sólo es posible

si se libera a las personas de la opresión que

supone la miseria. Una sociedad decente es

una sociedad en la que no cabe la pobreza ni

se tolera la desigualdad material extrema.

En este sentido, el progresismo, se coloca

del lado de los marginados para denunciar la

indecencia de nuestras sociedades desiguales

VII.


en las que millones de personas en condiciones

de pobreza conviven con la opulencia de unos

cuantos. Y lo hace enarbolando el discurso

de los derechos sociales y dotándolo de un

contenido pragmático y transformador. Para

el progresismo los derechos sociales no

son expedientes retóricos ni instrumentos

inútiles sino herramientas para hacer

política democrática. En ese sentido, aunque

se reconoce que los derechos humanos o

fundamentales (en este caso los derechos

sociales) son mucho más que un instrumento

jurídico, el progresismo se apodera del

discurso y del lenguaje de los derechos para

utilizarlo como una bandera política y como

un instrumento transformador. La concepción

del derecho que es compatible con la agenda

progresista es aquella en la que el derecho –

como un expediente civilizatorio y pacificador

de la convivencia- sirve como una palanca

para cambiar a la realidad y no como un

instrumento para conservarla.

El progresismo, como puede deducirse

de estas premisas, entendido como aquí

se propone, constituye un proyecto que

promueve un nivel muy ambicioso de

justicia social. Es un proyecto que incluye

los elementos (traducidos en un catálogo de

derechos sociales) para lograr una sociedad

equitativa en la que las necesidades básicas

de las personas están satisfechas y, en esta

medida, ofrece condiciones de oportunidad

iguales –entiéndase un piso mínimo- a todos

los seres humanos. En efecto, el modelo

social del pensamiento progresista aspira a

que todas las personas, sin distinción alguna,

cuenten con los elementos necesarios

para poder realizar a plenitud y de manera

autónoma el plan de vida de su elección.

Desde esta perspectiva, es la traducción

normativa del modelo de sociedad justa

8


imaginada, entre otros, por el filósofo

norteamericano John Rawls. Alimentación,

vivienda, educación, salud, trabajo, etcétera,

se convierten en derechos de las personas

y, por lo tanto, en obligaciones a cargo

del Estado (y de otros poderosos entes

privados). La agenda social no es una

cuestión secundaria o potestativa, sino que

se traduce en un vínculo irrenunciable que

debe satisfacerse. Y ello, conviene insistir,

constituye un imperativo para el estado pero

también para los poderes privados que no

pueden evadir su responsabilidad social.

Pero la agenda social —como eje

del pensamiento progresista- no está

desvinculada de un amplio conjunto de

libertades fundamentales. Desde la libertad de

pensamiento, hasta la libertad de asociación,

pasando por las libertades de expresión,

reunión, tránsito, etcétera, el progresismo

incorpora dentro de su proyecto de sociedad

justa a los ideales ilustrados de la agenda

liberal clásica. La tesis sobre la que descansa

el proyecto supone que es posible satisfacer

las necesidades sociales sin sacrificar las

libertades de las personas. De hecho, se

asume que la garantía de los derechos

sociales es una precondición para el verdadero

ejercicio y disfrute de las libertades modernas.

Igualdad y libertad comparecen como ideales

que se refuerzan y realizan mutuamente y

no, a pesar de las posibles tensiones entre

ambos, como bienes irreconciliables e

irrealizables conjuntamente. El progresismo,

de hecho, hace suya la agenda del liberalismo

político –que ha engarzado a la libertad de

pensamiento, con la libertad de expresión;

a la libertad de conciencia con la libertad de

imprenta; a la libertad de asociación con la

libertad de reunión; y así sucesivamente- pero

no a la agenda del liberalismo económico

(si por este entendemos un libre mercado

ilimitado y desregulado).

De manera complementaria, el progresismo

es un proyecto democrático. Mediante las

instituciones de la democracia, el pensamiento

progresista, recupera y proyecta los mismos

principios de la igualdad y la libertad pero

en su dimensión política y, de esta manera,

incorpora el ideal de la autonomía ciudadana

como parte del proyecto de sociedad

justa. “Cada persona un voto”, “todos los

votos valen igual”, “cada voto en libertad”,

etcétera, son enunciados que expresan el

ideal democrático de la autonomía política

individual. En esta forma de organización, la

democracia moderna con sus principios e

instituciones también forma parte del ideal

de justicia. La tesis de que cada persona

debe tener el derecho/poder de participar

activamente en la adopción de las decisiones

colectivas que afectan su vida cotidiana

se traduce en mecanismos institucionales

concretos de participación política. Y, en

paralelo, por medio de la garantía de los

derechos de reunión y asociación política,

se procura que las personas se organicen

activamente para influir en otros ámbitos

de decisión de la vida colectiva (sindicatos,

empresas, universidades, organizaciones no

gubernamentales, etcétera).

Derechos sociales, derechos de libertad y

derechos políticos constituyen el eje articulador

del proyecto progresista. Sin reducir la realidad

social –compleja y contradictoria- al derecho

y sin incurrir en una especie de “fetichismo

institucional” –que pretende que el cambio

social se agota en el cambio de las instituciones-,

el progresismo, se apodera del discurso de

VIII.


9


los derechos y lo utiliza como palanca de

la transformación social. El derecho –y el

discurso de los derechos- se concibe como un

instrumento que debe servir para cambiar a la

realidad desde las instituciones. A diferencia de

los proyectos conservadores que buscan en el

derecho un instrumento para mantener el status

quo, el progresismo, concibe a las instituciones

como un mecanismo de transformación social.

De esta manera, el pensamiento progresista,

puede combinar su compromiso con el

cambio con su vocación pacifista. Frente a la

reacción y contra la revolución, apuesta por la

reforma. Una reforma pacífica e institucional

en los medios pero profundamente ambiciosa

y emancipadora en los objetivos. ¿Qué proyecto

puede ser más ambicioso que el que se propone

generar las condiciones para que todas las

mujeres y todos los hombres puedan vivir una

vida digna y autónoma?

El progresismo es pluralista. Los ideales

recogidos en los derechos sociales, de

libertad y políticos se articulan sobre la base

de un reconocimiento (que supone otorgar

legitimidad y carta de identidad) a la diversidad

social y a la pluralidad política. Las diferencias

—no en el plano económico y, por lo tanto, no las

desigualdades— se valoran de manera positiva

y tienen cabida en el modelo de justicia social.

De ahí deriva toda una agenda de convivencia

social basada en las ideas de tolerancia y en

la agenda que combate las discriminaciones.

Tolerancia que supone reconocer el derecho de

los demás a pensar y vivir de manera diferente

a la nuestra y no discriminación que implica

asumir que las personas valen lo mismo

en cuanto tales y no por sus preferencias,

creencias, características físicas, sexuales,

étnicas, etcétera.

El progresismo es pluralista por convicción

y considera que la diversidad es un bien

que debe protegerse y no un mal que debe

exorcizarse. La igualdad que promueve –

en derechos y en oportunidades- aspira a

generar las condiciones que hagan posible a la

diversidad. En una paradoja aparente se trata

de una igualdad que se traduce en el derecho

a ser (a pensar, a creer, a preferir modos de

vida) diferentes. En contra de los prejuicios

y frente a los discursos discriminatorios, el

pensamiento progresista, se compromete con

la agenda de la igualdad. Una igualdad que va

más allá de la igualdad formal en derechos

y aspira a convertirse en una igualdad

sustantiva en oportunidades y posibilidades. Y,

para que esta agenda igualitaria sea posible,

es necesario desmontar discriminaciones

históricas y combatir prejuicios milenarios.

En ese sentido el progresismo es feminista, es

indigenista, es antirracista, es antihomofóbico.

Es, en síntesis, incluyente e igualitario. Se

coloca del lado de quienes han padecido esas

discriminaciones y han sido víctima de esos

prejuicios: las mujeres, los indígenas, los

inmigrantes, los negros, los homosexuales (y

todos los demás colectivos que se encuentran

en situaciones similares).

No podría ser de otra manera: si

el horizonte del progreso se ubica

en la emancipación de las personas,

entonces, el proyecto progresista debe

ser necesariamente pluralista. Generar

las condiciones materiales, sociales y

culturales para que cada quién, de manera

libre, digna y autónoma, pueda proponerse

un plan de vida e intentar llevarlo a cabo

implica generar las condiciones para que

todos los planes de vida sean posibles. En

esta agenda abierta sólo quedan fuera los

proyectos que pretenden sabotearla: que

IX.


10


atentan contra los derechos de las personas

o contra las instituciones y condiciones que

hacen posible su realización práctica. Es

una vieja idea liberal que no está peleada

con la agenda del progreso: dañar a los

demás y a las instituciones y principios de

la sociedad democrática, no es un proyecto

protegido. Y no lo es, de nueva cuenta, por

razones de lógica elemental: el proyecto

progresista apuesta por un proyecto en el

que todas y todos podamos, en interferencias

injustificadas y sin imposiciones autoritarias,

vivir una vida digna y autónoma. Y eso es

incompatible con los proyectos violentos,

autoritarios, intolerantes, totalizantes.

La pluralidad que defiende el progresismo

está estrechamente concatenada con otro

de los elementos centrales del pensamiento

progresista —que constituye, por un lado,

una condición de existencia del mismo y, al

mismo tiempo, un ideal a realizar—: el de la

laicidad estatal. De hecho, la laicidad es una

condición de posibilidad de la pluralidad en

las sociedades modernas. La diversidad de

posiciones ante el fenómeno religioso es un

hecho que el pensamiento laico reconoce

y ante el cual asume una posición clara y

definida: no es posible extirpar la pluralidad

de concepciones, explicaciones, creencias

e interpretaciones con las que los hombres

y mujeres orientan su existencia y trazan

las coordenadas de su coexistencia. Para el

pensamiento laico todos los seres humanos

somos iguales en el derecho a ejercer

nuestra autonomía moral. Esto implica

que nadie puede ser objeto de un trato

discriminatorio por creer o dejar de creer

en una idea o religión determinada.

De hecho, cuando hablamos del progreso

moral como bandera del pensamiento

progresista lo hacemos en un sentido laico

e ilustrado. Es la idea de progreso que se

desprende del pensamiento del filósofo

Immanuel Kant quien consideraba que

la ilustración era la salida del hombre de

su minoría de edad; su progresar hacia

el ejercicio responsable de la libertad de

pensamiento. El progreso moral, en este

contexto, entonces, no es una idea religiosa

sino idea laica e ilustrada. Kant no tenía dudas

de ello cuando advertía que “el uso público de

la razón debe ser libre y es el único que puede

producir la ilustración de los hombres”. Se

trata de una moral laica y tolerante que es

agenda a los contenidos religiosos pero que,

en una paradoja aparente, los permite. La

moral del progresismo es la que reconoce a la

pluralidad y a la diversidad y les otorga carta

de identidad; la que apuesta por la convivencia

pacífica a partir de la política tolerante y

abierta al diálogo; la que se compromete con

la deliberación y excluye la imposición.

Se equivocan quienes sostienen que

el progresismo es antirreligioso. Por

el contrario, al ser laico y tolerante, el

pensamiento progresista sienta las bases

para que las religiones y sus fieles puedan

convivir en paz y sobre las bases del

pluralismo democrático. De hecho es la única

agenda que ofrece carta de identidad también

a quienes no profesan religión alguna. En

ese sentido, de nueva cuenta, se confirma

el compromiso del progresismo con la

pluralidad y con el respeto a las diferencias.

Todos y todas somos libres para creer o no

creer en principios o dogmas religiosos y, por

lo mismo, nadie tiene el derecho de imponer

sus creencias a los demás. Ese mensaje

ilustrado vale tanto para las personas como

X.


11


para las iglesias. Y, por ello, el progresismo

exige que el estado impida que una iglesia –la

que sea- imponga sus dogmas y principios a

la comunidad política.

En efecto, el pensamiento progresista

defiende la separación entre las iglesias (así,

en plural) y el estado y exige que éste último

impida que una visión religiosa del mundo –

cualquiera que ésta sea- colonice la esfera

pública e imponga sus dogmas a través de

las reglas colectivas que son comunes a

todos los miembros de la colectividad. El

progresismo hace suya la idea fundamental

del pensamiento moderno que nos indica que

el “pecado” y el “delito” no deben confundirse,

no deben fundirse.

En ese sentido la concepción del derecho

que defiende el progresismo vuelve a empatar

con la noción de los derechos humanos o

fundamentales. Si se asume que cada persona

debe poder diseñar su propio plan de vida para

intentar llevarlo a cabo, entonces, se debe

promover que el derecho lo permita. Esto, en

términos prácticos, se traduce en una sociedad

en la que existen pocas prohibiciones y pocas

obligaciones y, en paralelo, muchas normas

permisivas. El derecho sólo debe prohibir y

castigar aquellas acciones que amenazan

o lesionan los derechos de las personas o

los bienes públicos fundamentales –la vida,

la integridad física y moral, el patrimonio;

así como las instituciones democráticas

fundamentales o los bienes públicos que

pertenecen a todos- pero debe permitir

que, en todo lo demás, sean las propias

personas las que tomen las decisiones que

son mejores para su propia vida. Por eso, el

proyecto jurídico del progresismo, no puede

prohibir ni imponer una religión; no puede

castigar una preferencia sexual; no puede

imponer un modelo de vida buena; no puede

prohibirnos disponer de nuestro cuerpo; no

puede impedirnos elegir el proyecto de vida

que queremos.

Recordemos a Kant: el progresismo confía

en la capacidad de las personas para decidir,

en uso de la razón y de su mayoría de edad,

cómo quieren vivir su propio proyecto de vida.

La ruta del progresismo puede

ejemplificarse con momentos históricos

emblemáticos. La Revolución francesa de

1789 y la expedición de la Declaración de los

Derechos del Hombre y del Ciudadano de ese

mismo año serían, sin duda, un evento y un

documento modélicos de la ruta del progreso

moral, político y social que hemos trazado.

Frente a la agenda igualitaria y libertaria

que ese momento y ese texto representan,

desde entonces y hasta ahora, se alzaron las

voces de la reacción y del conservadurismo.

Los hechos históricos, en ese caso como

en todos los demás, son complejos pero

lo que aquí importa es que, en el caso de

aquella Revolución, quedó como testimonio

y herencia de la misma uno de los textos que

con mayor facilidad podemos identificar con

la agenda progresista. Ese texto inspirado en

las ideas de igualdad, libertad y fraternidad

constituye, desde entonces, un parámetro

para medir eso que hemos llamado el

progreso moral de la humanidad.

Algo similar sucede con la “Carta de

Derechos” (Bill of Rights) aprobada en los

Estados Unidos de Norteamérica algunos

años después y, dos siglos más tarde,

después de la Segunda Guerra Mundial,

con la Carta de la ONU emblemáticamente

XI.


12


intitulada como Declaración Universal de

los Derechos Humanos (1948). Este último

documento –así como los que lo han seguido

en el ámbito regional, como el caso de la

Convención Americana de los Derechos

Humanos- constituye la expresión más

ambiciosa de llevar la agenda progresista a

escala mundial y, en esa medida, representa

la conquista documental más ambiciosa del

pensamiento progresista. Un documento,

nunca hay que olvidarlo, que surgió como

respuesta ante los terribles acontecimientos

de la segunda guerra que, en los hechos,

aplastaron los ideales progresistas de los

derechos humanos, de la democracia y

de la paz con la fuerza de las bombas que

el progreso científico y tecnológico había

producido. El divorcio entre las dos nociones

de progreso –moral, por un lado, y científico

y tecnológico, por el otro- nunca antes había

sido tan radical. De ahí la contundencia del

prefacio del documento fundacional de las

Naciones Unidas que vale la pena recuperar:

“Nosotros los pueblos de las Naciones

Unidas resueltos



a preservar a las generaciones venideras del

flagelo de la guerra que dos veces durante

nuestra vida ha infligido a la Humanidad

sufrimientos indecibles,

a reafirmar la fe en los derechos

fundamentales del hombre, en 1a dignidad y

el valor de la persona humana, en la igualdad

de derechos de hombres y mujeres y de las

naciones grandes y pequeñas,

a crear condiciones bajo las cuales puedan

mantenerse la justicia y el respeto a las

obligaciones emanadas de los tratados y de

otras fuentes del derecho internacional,

a promover el progreso social y a elevar el

nivel de vida dentro de un concepto más

amplio de la libertad,

y con tales finalidades



a practicar la tolerancia y a convivir en paz

como buenos vecinos,

a unir nuestras fuerzas para el mantenimiento

de la paz y la seguridad internacionales,

a asegurar, mediante la aceptación de

principios y la adopción de métodos, que no

se usará; la fuerza armada sino en servicio

del interés común, y

a emplear un mecanismo internacional para

promover el progreso económico y social de

todas los pueblos,

hemos decidido a unir nuestros

esfuerzos para realizar estos

designios.”



Podríamos encontrar otros ejemplos

de documentos emblemáticos aún más

remotos como la Carta Magna inglesa de

1215 o, para romper con la idea de que este

es un proyecto exclusivamente Occidental,

la constitución “de los diecisiete artículos”

del príncipe budista Shotoku, regente de

la emperatriz japonesa Suiko, en 604

después de Cristo; pero lo que importa es

que si aceptamos como premisa y eje del

progreso la construcción de las condiciones

que permitan a las personas tener una vida

digna y autónoma, entonces, sabremos

cuáles son los momentos, documentos,

eventos, instituciones que legítimamente

pueden adscribirse a esa agenda

emancipadora. Sabremos, de hecho, cuáles

son las causas que el progresismo debe

13


promover y defender. Y sabremos también

que son causas ambiciosas que siempre

han enfrentado –y seguirán enfrentandoresistencias

y oposiciones.

Si pensamos en México, primero en

nuestra evolución institucional, podemos

encontrar momentos emblemáticos del

progresismo. Piénsese, por ejemplo, en

la temprana abolición de la esclavitud

decretada por Miguel Hidalgo en 1810. La

conjunción entre los ideales de libertad

e igualdad que ese hecho representa es,

sin lugar a dudas, un momento estelar

del progresismo mexicano. La victoria del

pensamiento liberal sobre el pensamiento

conservador con la constitución de 1857 –y,

posteriormente, con las leyes de reforma

que permitieron decretar la separación

entre la iglesia del estado y las bases para la

laicidad estatal en el país- es otro emblema

del progresismo. La constitución de 1857,

liberal, federal e ilustrada; así como las leyes

de reforma, son indiscutibles ejemplos de

afirmación de progreso frente a la reacción

y el conservadurismo.

Los derechos de igualdad y libertad

contenidos en el documento constitucional

de 1857 serían la base del texto constitucional

de 1917 que, en muchos sentidos, fue un

ejemplo mundial de progreso. Aquella

constitución, edificada sobre las bases del

pensamiento liberal decimonónico y social

demócrata revolucionario, concentró la

agenda de derechos (llamados en su texto

“garantías individuales”) más ambiciosa

que el mundo conociera hasta entonces.

De esta manera, sin desconocer que esos

derechos nunca han llegado a convertirse

en una realidad para todas las mexicanas

y para todos los mexicanos, lo cierto es

que, en su momento histórico y en el plano

formal, la constitución de 1917 es una

victoria del progresismo frente a las voces

conservadoras y reaccionarias. Igualdad

material, libertad y democracia son los

ejes de aquel documento constitucional

edificado sobre la base de la laicidad estatal

y el compromiso con el progreso social.

El reconocimiento del derecho de voto a

las mujeres en 1953 es otra clara victoria

del progresismo en nuestro país. Lo mismo

vale para la ratificación de los tratados

internacionales en materia de Derechos

Humanos; para la incorporación de los

derechos sociales a la salud y a la vivienda

en la constitución; para el reconocimiento

del derecho a no ser discriminados (que

llegó tarde, hasta el año 2006 al artículo 1º y

fue seguido por una ley en la materia); para

la abolición definitiva de la pena de muerte;

para el reconocimiento de los derechos de

los pueblos indígenas; etcétera. En todos

estos casos se ha tratado de modificaciones

constitucionales y legales que han llevado la

agenda progresista al ordenamiento jurídico

vigente en el país. De hecho, a pesar de los

intentos por frenar esa agenda progresista,

hasta ahora, jurídicamente, podemos

decir que ha sido un proyecto exitoso.

Basta con pensar en la profunda reforma

constitucional de 2011 que ha cambiado

el concepto de “garantías individuales”

por el de los “derechos humanos” en la

constitución y que, entre otras cosas, ha

reconocido una jerarquía constitucional a

los tratados internacionales en la materia,

para entender el sentido de esta muestra

de optimismo.

XII.


14


Pero, sin desconocer el valor de las

reformas legales, el progresismo debe

tener una vocación práctica, real, de

transformación social y no sólo formal o legal.

Por eso aunque celebremos los cambios

legales antes mencionados así como otras

transformaciones recientes claramente

progresistas en el marco jurídico de algunas

entidades federativas –en particular en la

Ciudad de México con la despenalización

del aborto y la aprobación de reformas

igualatorias como el reconocimiento del

matrimonio entre personas del mismo sexo

y el correspondiente derecho a la adopción-,

lo cierto es que la senda del progresismo

debe buscarse sobre todo en los movimientos

sociales y en las transformaciones políticas.

Las normas, como sabemos, solamente son

una expresión del cambio social y deben

ser un instrumento para su puesta en

práctica. Pero el progresismo debe tener un

compromiso con la realidad que nos obliga

a dimensionar el papel y la importancia de

las instituciones. El progresismo también

debe ser organización, deliberación,

movilización sociales y políticas. Sólo así las

instituciones y las leyes se activan en clave

transformadora.

En esta dirección los movimientos

estudiantiles genuinos, las organizaciones

feministas, las asociaciones promotoras

de los derechos sociales y de la limpieza

electoral, los movimientos contra la tortura,

los defensores de los derechos de los

indígenas, de las mujeres, de los niños,

etcétera, han sido actores promotores de

la agenda progresista en nuestro país. Para

decirlo con una fórmula simbólica: siempre

que se ha dado una batalla social, política

y legal para ampliar la base de igualdad en

la titularidad de los derechos, para derrotar

privilegios, para apuntalar a la democracia,

en mayor o menor medida, se ha abonado

en el terreno del progreso moral, social

y político de México. Sin esa fuerza social

transformadora el progresismo sería

derrotado por la fuerza de la reacción y por las

tendencias conservadoras. No olvidemos que

los derechos que el progresismo encarna y

abandera son los derechos de los más débiles,

de los excluidos, de los desplazados y, en

esa medida, son los derechos que necesitan

de la movilización y de la organización para

pasar, desde la institucionalización, hacia la

realidad práctica.

En este sentido, el progresismo, para

avanzar necesita de la organización, la

movilización y la participación política y social

desde abajo. Es una agenda genuinamente

democrática que no se construye desde

el poder sino que se teje a pesar del poder

y, si llega al poder, utiliza al poder para

materializar su agenda. Esto no significa que

ésta deba ser una agenda anti-institucional.

Todo lo contrario: el movimiento progresista

concibe a las instituciones como un medio

de transformación social y no como un fin

en sí mismas. En ello radica su capacidad

emancipadora: el derecho y el poder

constituyen herramientas de cambio

para ampliar la igualdad en derechos

y en oportunidades. En ese sentido, el

progresismo es esencialmente reformista e

idealmente revolucionario.

Frente a los discursos conservadores y

las voces reaccionarias, el pensamiento

progresista, se coloca del lado de los actores

sociales que no se conforman con el estado de

cosas actual y que asumen la responsabilidad

histórica de cambiar las dinámicas sociales que

XIII.


15


han permitido que la desigualdad económica,

la pobreza y la explotación social sean notas

características de nuestra realidad. Y lo

hace haciendo suyos los valores, principios

e instituciones de la democracia política. En

ese sentido, el progresista, está dispuesto a

escuchar, abierto al diálogo y predispuesto

a la deliberación. Conoce la fuerza de las

ideas y su potencial transformador y por lo

mismo rechaza la violencia, la imposición y el

dogmatismo. El progresista, de nuevo, sabe

que la pluralidad es un bien a salvaguardar

y, por lo mismo, hace de la tolerancia su

principio de acción y de la democracia su

instrumento de cambio.

El progresismo apuesta por la política y por

su articulación democrática. El progresista

sabe que el Estado es un medio necesario para

lograr la convivencia pacífica y para garantizar

los bienes y principios que dan contenido a

los derechos humanos o fundamentales de

las personas. En ese sentido, el progresismo,

constituye una agenda moderna y civilizatoria.

Sabe que la alternativa frente a la violencia

social es la política democrática. En ese

sentido rechaza los proyectos anarquistas

y se opone a los modelos autocráticos. Ni

ausencia de estado ni autoritarismo de estado.

El progresismo se compromete con el estado

constitucional y democrático de derecho que

es un estado fuerte pero limitado. Y lo hace

porque ese es el receptáculo institucional

que permite emprender pacíficamente las

transformaciones hacia la sociedad decente que

se ha propuesto como horizonte. La igualdad

en la diferencia; la pluralidad y la diversidad en

libertad; la autonomía moral y política de las

personas; etcétera, sólo son posibles cuando

se activa el triángulo virtuoso entre la paz, los

derechos humanos y la democracia. Por eso el

progresismo sí tiene un modelo de estado: el

estado democrático constitucional.

El diseño institucional que se requiere para

hacer posible el proyecto progresista pasa

por las coordenadas del constitucionalismo

democrático: división de poderes y derechos

fundamentales reconocidos y garantizados

son la expresión político/normativa de

ese modelo de sociedad justa. A estos dos

elementos debe agregarse la institucionalidad

democrática –voto igual y libre, regla de

mayoría, salvaguarda de los derechos

minoritarios, básicamente- para conjugar un

diseño institucional que permita desplegar a

la pluralidad y proteger a las diferencias. En

ello no es necesario ser demasiado originales.

Lo que nos hace falta es traducir en realidades

las promesas del diseño institucional que, mal

que bien y no sin algunos retrocesos, hemos

venido adoptando. De nueva cuenta, para

que las instituciones arrojen los resultados

esperados, es necesario modular las prácticas

políticas y sociales de conformidad con las

mismas. El progresismo en este ámbito

pasa por el ajuste entre ambas dimensiones.

Entre más democráticos seamos y entre

más logremos ofrecer una garantía efectiva

a los principios y derechos del constitucional

social y liberal, entonces, podremos decir que

estamos progresando.

El proyecto progresista no puede tener

una visión parroquial. Es decir, no puede

encerrarse en las fronteras nacionales. Una

agenda que busca ofrecer condiciones de vida

digna y autónoma a las personas no puede

tener como referente ideal lo que sucede

solamente en el interior de un país. En ese

XV.

XIV.


16


sentido el progresismo es necesariamente

universalista. El compromiso con México, con

los mexicanos y con quienes se encuentran

en nuestro territorio, en realidad, desde un

punto de vista progresista, es un compromiso

con el mundo y con los seres humanos en

donde quiera que estos se encuentren. Esto

no implica desconocer que la transformación

social debe iniciar por nuestro país –

sobre todo si consideramos los niveles de

desigualdad y pobreza que los aquejan- pero

sí supone reconocer que la visión progresista

es una visión comprometida con el mundo

y con sus problemas. En este sentido, por

ejemplo, el progresismo está comprometido

con la protección del medio ambiente y con

la paz mundial. Ambas son agendas globales

que tienen repercusiones en lo local y que el

progresismo, congruente con sus premisas,

incorpora a su proyecto.

Pensar globalmente y actuar con

compromiso universalista es una estrategia

congruente con los principios e ideales que

defiende el progresismo. Entender que

nuestros problemas afectan a otras realidades

y que los males que aquejan a otras sociedades

también son nuestros males es una condición

necesaria para incidir en la realidad con la

finalidad de transformarla. Después de todo,

la agenda del progreso moral de la humanidad

no cabe dentro de las fronteras de un estado.

El progresista lo sabe y por eso se interesa por

el mundo en el que vive.

Robert Nisbet, reconocido estudioso de

la idea de progreso, nos previene que en la

historia ha habido promotores de una agenda

oscura del progreso. Ese lado oscuro de la

idea del progreso amalgamó elementos como

el poder, la raza y el nacionalismo y produjo

los horrores del nazismo, el fascismo y el

estalinismo con sus oprobiosas y nefandas

consecuencias. Ignorarlo seria miope.

La agenda progresista que nosotros

defendemos se coloca en el extremo opuesto

de esa dimensión oscura. Frente al poder

impone los límites de la razón y del derecho;

frente al racismo blande la bandera de la

igual dignidad de todos los seres humanos

sin discriminaciones y frente al nacionalismo

parroquial esgrime el estandarte del

universalismo de los derechos humanos o

fundamentales.

El nuestro es el progresismo ilustrado de la

democracia y de los derechos. Un progresismo

que tiene a la paz como condición y a la

transformación social como horizonte.