martes, 22 de octubre de 2013

ETICA POSMODERNA - Raul Kerbs

La ética en la posmodernidadDocument Transcript

  • 1. La ética en la posmodernidadRaúl KerbsLa modernidad predominó en el pensamiento occidental durante variossiglos, despojando a la moralidad de toda referencia religiosa trascendente.“¡No necesitamos a Dios!” era su proclama. Aunque la modernidad intentócrear un orden social sin tener en cuenta restricciones normativas de origenreligioso, retuvo ciertos valores como el trabajo, el ahorro y la postergaciónde la satisfacción inmediata en favor de un beneficio a largo plazo. Aunqueel origen de estos valores estaba en un punto de referencia exterior a losindividuos, no era precisamente esa la preocupación de la modernidad. Sumeta estaba más bien en la expresión de un deseo individual. Pero cuando elmodernismo alcanzó su punto de maduración, cuando el subjetivismodestruyó el objetivismo, surgió un momento casi anárquico en la historiahumana y con él una nueva moralidad individualista, festiva, centrada en elplacer, anclada en el presente, ciega con respecto al pasado e indiferentecon el futuro. El “ahora” era su éxtasis. Como resultado de esto, surgió unclima contrario a todo límite para la libertad individual.Esta nueva moralidad es el centro de la ética posmoderna.La ética posmodernaEn la base de la ética posmoderna hay una crisis de autoridad1. Esta crisisinvolucra las instituciones tradicionales (familia, escuela, iglesia, estado,justicia, policía) por medio de las cuales la modernidad trató de organizaruna sociedad racional y progresista. Esta crisis se manifiesta de diversasmaneras: la adoración de la juventud y el consentimiento de sus caprichos 2;el dinero como símbolo de éxito y felicidad; una economía donde “ser” escomparar, consumir, usar y tirar; la identidad definida por las adquisicionesdel mercado y no por las ideologías3. En otras palabras, la imagen dominala realidad. Ser alguien es aparecer en alguna pantalla o en un web site.4 Loque aparece define lo que es, casi nadie se preocupa por lo que “realmente”es: la imagen pública es el nuevo objeto de adoración5.Nuestra cultura posmoderna ha perdido el amor por la verdad.En contraste con la ética del trabajo y el ahorro, propia de la modernidad, laética actual afirma el valor del consumo6, el tiempo libre y el ocio7. Peroesto no podría funcionar sin la exaltación del individualismo, la devaluaciónde la caridad y la indiferencia hacia el bien público.8 La búsqueda degratificación, de placer y de realización privada es el ideal supremo. Laadoración de la independencia personal y de la diversidad de estilos de vida
  • 2. se ha transformado en algo importante. El pluralismo provee unamultiplicidad de valores, con muchas opciones individuales, pero ningunade ellas auténtica. Las diferencias ideológicas y religiosas son tratadassuperficialmente como modas.9 La cultura de la libertad personal, el pasarlobien, lo natural, el humor, la sinceridad y la libertad de expresión emergenhoy como algo sagrado.10 Lo irracional se ligitima a través de los afectos, laintuición, el sentimiento, la carnalidad, la sensualidad y lacreatividad.11 Todo esto ocurre en el marco de un axioma aceptado por casitodo el mundo: un mínimo de austeridad y un máximo de deseo, menosdisciplina y más comprensión.12Al mismo tiempo, los medios masivos de comunicación e informacióndeterminan la opinión pública, los modelos de conducta y de consumo. Losmedios reemplazan las interpretaciones religiosas y éticas por unainformación puntual, directa y objetiva y colocan la realidad más allá delbien y del mal.14 Paradójicamente, la influencia de los medios aumentacuando se produce una crisis de la comunicación. Las personas sólo hablande sí mismas, quieren ser escuchadas, pero no quieren escuchar. Se buscauna comunicación sin compromiso. De ahí la búsqueda de la participacióndistante, los amigos invisibles, las amistades del e-mail y del chat.15Una nueva forma para la moral¿Qué forma adopta la moral en el contexto sociocultural de laposmodernidad?De acuerdo con Lipovetsky, con el surgimiento del posmodernismo amediados del siglo veinte, ha surgido la nueva era del pos-deber. Esta erarenuncia al deber absoluto en el ámbito de la ética.16 Ha aparecido una éticaque proclama el derecho individual a la autonomía, a la felicidad y a larealización personal. La posmodernidad es una era de pos-deber porquedescarta los valores incondicionales, como el servicio a los demás y larenuncia a uno mismo.Sin embargo, nuestra sociedad no excluye la legislación represiva y virtuosa(contra las drogas, el aborto, la corrupción, la evasión, la pena de muerte, laprotección de los niños, la higiene y la dieta saludable). 17 Laposmodernidad no propone un caos sino que reorienta la preocupación éticaa través de un compromiso débil, efímero, con valores que no interfierencon la libertad individual: no es hedonista sino neohedonista. Esta mezclade deber y de negación del deber en la ética posmoderna es necesariaporque el individualismo indiscriminado atentaría contra las condicionesnecesarias para la búsqueda del placer y la realización individual.
  • 3. Se necesita una ética que prescriba algunos deberes para controlar elindividualismo sin proscribirlo: no un individualismo sino unneoindividualismo. La preocupación moral posmoderna no expresa valoressino más bien indignación contra las limitaciones a la libertad. El objeto noes la virtud sino más bien obtener respeto.(18) Se prohíbe todo aquello quepodría limitar los derechos individuales. He ahí por qué la nueva moralidadpuede coexistir con el consumo, el placer y la búsqueda individual desatisfacción privada. Se trata de una moral indolora, débil, donde todo vale,pero donde el deber incondicional y el sacrificio han muerto. La moralposmoderna ha dejado atrás tanto el moralismo como el antimoralismo.19Pero todo esto resulta en una moralidad ambigua. Por un lado tenemos unindividualismo sin reglas, manifestado en la exclusión social, elendeudamiento familiar, familias sin padres, padres sin familias,analfabetismo, los desposeídos, ghettos, refugiados, marginales,drogadictos, violencia, delincuencia, explotación, delitos financieros,corrupción política y económica, búsqueda inescrupulosa de poder,ingeniería genética, experimentación con seres humanos, etcétera. Por otrolado, cunde por la sociedad un espíritu de vigilancia hipermoralista listopara denunciar todos los atentados contra la libertad humana y el derecho ala autonomía individual: una preocupación ética por los derechos humanos,disculpas por los errores del pasado, protección del medio ambiente,campañas contra las drogas, el tabaco, la pornografía, el aborto, el acososexual, la corrupción y la discriminación; tribunales éticos, marchas desilencio, protección contra el abuso de niños, movimientos en favor de losrefugiados, los pobres, el tercer mundo, etcétera. 20En este contexto, la moralidad neohedonista de la posmodernidad se traduceen demandas que corren en direcciones opuestas. Por un lado, tenemosnormas: hay que comer en forma saludable, cuidar la figura, combatir lasarrugas, mantenerse delgado, valorar lo espiritual, no agitarse, hacerdeportes, buscar la excelencia y controlar la violencia, entre otras cosas. Porotro lado, encontramos una promoción del placer y de la vida fácil, laexoneración de la responsabilidad moral, la exaltación del consumo y de laimagen, la valoración del cuerpo en detrimento de lo espiritual. Comoresultado, hay depresión, sentimiento de vacío, soledad, falta de sentido,estrés, corrupción, violencia, indiferencia, cinismo, etcétera. 21
  • 4. La moralidad posmoderna en la vidacotidianaPara comprender cómo la moral posmoderna impacta en la vida cotidiana,consideremos dos listas que el posmodernismo nos propone: una lista de“deberes” morales y una lista de “permisos” morales:Lista 1: Deberes morales típicos de la “ética” posmoderna: No discriminar ningún estilo de vida. Asistir a los conciertos de beneficio y solidaridad. Marcar un número para hacer una donación. Llevar una calcomanía contra el racismo. Participar de una marcha contra la impunidad. Correr una maratón por la vida sana. Usar preservativo. Prohibido prohibir (cada uno es libre de disponer de su propia vida). Llevar una cinta roja contra la discriminación de los homosexuales. Ser ecologista. Donar los órganos. Reglamentar los lugares de trabajo contra el acoso sexual. Fidelidad (durante el tiempo que dura el amor, pero después...). Condenar toda forma de violencia. No intentar convertir a una persona a otra religión.Lista 2: Permisos morales de la ética posmoderna: Sexo libre, a condición de no acosar y de cuidarse del SIDA. Es mejor ser corrupto que pasar por estúpido. Fumar, pero no en los sectores para no fumadores. Romper todo compromiso con una regla, persona o causa que interfiera con la realización personal. Prostitución, pero sólo en la “zona roja”. Mentir, pero no en época de campaña política. Divorcio, pero sólo para favorecer la realización personal.
  • 5. Infidelidad, pero sólo cuando se terminó el amor. Aborto, pero sólo para realizar la planificación familiar. Probar de todo para explorarse a sí mismo y descubrir todas las posibilidades de realización personal. Religión “a la carta”, adaptada a los compromisos que cada uno quiera asumir. Beber, pero no en exceso. Cosechar éxito, fama y dinero, caiga quien caiga. Pasar bien el momento, sin preocuparse por el futuro. Poder pensar siempre “aquí no pasa nada”.“Código de conciencia” de un posmoralistaLa ética posmoderna no termina con estas listas ridículas y absurdas. Labúsqueda posmoderna de libertad absoluta produce su propio código deconciencia. En una atmósfera de neoindividualismo, los elementosideológicos, socioculturales y éticos se unen para crear una nueva especiede conciencia posmoderna. Esta conciencia se podría expresar mediante lossiguientes “principios”: No debo discriminar nada, porque hay que exhibir un look abierto y porque no hay ninguna verdad absoluta. Debo donar dinero para las campañas de solidaridad porque me repugna ver niños hambrientos. Debo ir a la marcha contra la impunidad para que los culpables no se salgan con la suya. Debo llevar una vida sana porque mi cuerpo es mi máquina de cosechar éxitos y placeres. Debo interesarme por alguna forma de religión porque me podría dar energía. Debo manifestar preocupaciones por temas serios para no aparentar ser un burgués materialista y conformista. No debo estar en contra de ningún estilo de vida porque todo vale y nada funciona.
  • 6. Evaluación crítica: una moralidad cínicaDespués de considerar todo esto, alguien podría objetar que la éticaposmoderna no es totalmente perversa. En efecto, en la preocupaciónposmoderna por los problemas que amenazan actualmente la vida humanahay elementos rescatables. El estilo de vida saludable, el cuidado del medioambiente, la lucha contra la violencia y la discriminación son aspectosvaliosos. Además, el posmodernismo pone de manifiesto los fracasos éticosteóricos y prácticos del pasado. Pero no nos dejemos engañar. En su núcleomás íntimo, la ética posmoderna no tiene una motivación moral. Enrealidad, persigue la búsqueda individualista de realización y autonomíapersonal. Mientras que la motivación de toda ética auténtica es superar elmal con el bien, el posmodernismo está desprovisto de inspiración moral.Sólo quiere combatir el exceso del mal pero no desea erradicar el mal.Lucha contra ciertas manifestaciones del mal sin reconocer la raíz del mal.Su meta es el logro de la autonomía individual, que es justamente aquelloque el concepto bíblico del pecado condena.¿Cómo puede un sistema moral luchar contra el mal, si en su fundamentomismo hay una búsqueda del yo, lo cual es, bíblicamente hablando, lafuente del mal? ¿Es posible lograr la felicidad con el tipo de moral quedefiende la posmodernidad? Si la felicidad es la búsqueda de autonomía,realización personal, satisfacción de los deseos inmediatos, control de lalibertad individual excesiva, pero sin una verdadera apertura del alma alprójimo y a Dios, entonces en este tipo de moral la búsqueda de felicidadconsiste en perpetuar las cosas tal como siempre han sido. Más de lomismo: una mezcla de vida y muerte, placer y dolor, éxito y fracaso,felicidad y tristeza. Pero esto ignora lo que hay detrás de la búsquedahumana de felicidad: el deseo de otra cosa, de algo totalmente diferente,algo que suprima estas antítesis. Esto “totalmente diferente” está ausente enla búsqueda posmoderna de felicidad. La ética posmoderna se conforma conmuy poco; propone una meta demasiado baja. Ella argumenta que, debido aque la moralidad tradicional, incluyendo la ética cristiana, no han mejoradoal hombre, es mejor proponer una meta más baja y aceptar al hombre talcomo es.Sin embargo, esta actitud de resignación supone que el cristianismo ha sidorealmente aplicado y que ha fracasado, y sobre esta base propone quedebemos juzgar como agotado el potencial cristiano de hacer unacontribución a la humanidad. Pero esta presuposición contradice elprincipio posmoderno de que no existe una verdad absoluta. “No hayverdad absoluta”, dice el posmodernismo por un lado. Sin embargo, por
  • 7. otro lado presume que la moral tradicional está agotada, que el hombre yano puede ser mejorado, que un cambio radical es imposible y que debemosresignarnos. ¿Quién es capaz de saber esto y cómo puede saberlo? Parecieraque la posmodernidad se las ha arreglado para saber con seguridad algunascosas acerca de la naturaleza humana y del futuro, conocimiento que niegalas ideologías y religiones del pasado. Por eso nos parece una postura cínicaque afirma (implícitamente) por un lado lo que niega (explícitamente) por elotro.Raúl Kerbs, doctorado en filosofía por la Universidad Nacional deCórdoba, Argentina, enseña filosofía e

Zygmunt Bauman: Etica posmoderna (1993)

spartakku27 abril, 2013
Patricio-Manns-Inti-Illimani-Con-la-razn-y-la-fuerza.jpg
Zygmunt Bauman - Etica posmodernaINTRODUCCIÓN: LA MORALIDAD EN LAS PERSPECTIVAS MODERNA Y POSMODERNA
Nada representa mejor a los seres destrozados que un montón de añicos. Rainer María Rilke
Tal como se indica en el título, el presente libro es un estudio sobre ética posmoderna, no sobre moralidad posmoderna.
Lo segundo, si lo intentara, consistiría en realizar un inventario posiblemente amplio de los problemas morales que hombres y mujeres del mundo posmoderno intentan resolver: problemas que eran desconocidos o pasaban inadvertidos para generaciones anteriores, así como antiguos problemas —ampliamente investigados en el pasado— con nuevas facetas. Y no son pocos ambos tipos de problemas, ya que la «agenda moral» de nuestros días abunda en temas que los estudiosos de temas éticos del pasado apenas tocaron, y con razón, ya que entonces no se articulaban como parte de la experiencia humana. Basta mencionar, en el plano de la vida cotidiana, los diversos problemas morales que surgen de la situación actual en cuanto a relaciones de pareja, sexualidad y relaciones familiares, notorias por su indeterminación institucional, flexibilidad, mutabilidad y fragilidad; o bien la gran cantidad de «tradiciones», algunas que sobreviven contra todo lo esperado, y otras que han resucitado o se han inventado, que se disputan la lealtad de los individuos y reclaman autoridad para guiar la conducta individual, aun sin esperanza de establecer una jerarquía comúnmente acordada de normas y valores que salvaría a sus destinatarios de la molesta tarea de hacer sus propias elecciones.

O, en el otro extremo, el contexto global de la vida contemporánea, donde podríamos mencionar riesgos de una magnitud insospechada, en verdad cataclísmica, que surgen del entrecruzamiento de propósitos parciales y unilaterales, y cuya profundidad no puede preverse ni pasarse por alto en un momento en que las acciones se planean debido a la manera como están estructuradas.
Aun cuando estos problemas aparecen reiteradamente en este estudio, sólo sirven de fondo para señalar el pensamiento ético de la época posmoderna contemporánea. Se abordan como el contexto de experiencia en el cual se forma la perspectiva específicamente posmoderna relativa a la moralidad. Y es la manera como estos problemas se ven y adquieren importancia desde la perspectiva de la ética posmoderna lo que constituye el objeto de la presente investigación.
El verdadero tema de este estudio es la perspectiva posmoderna en sí. El planteamiento principal del libro es que, como resultado de que la era moderna haya llegado a su etapa autocrítica, autodenigrante y, en muchos sentidos, autodesmanteladora (proceso que el concepto de «posmodernidad» pretende abordar y transmitir), los diversos caminos que antes seguían las teorías éticas (aunque no las preocupaciones morales de los tiempos modernos) acabaron por volverse cada vez más una especie de callejón sin salida, aunque también abrían la posibilidad de una comprensión radicalmente novedosa de los fenómenos morales.
Cualquier lector que esté familiarizado con «textos posmodernos» y análisis vigentes sobre la posmodernidad observará de inmediato que esta interpretación de la «revolución» posmoderna de la ética es contenciosa y, por ende, de ninguna manera la única posible. Lo que ha llegado a asociarse con el enfoque posmoderno de la moralidad es la celebración de la «debacle de lo ético», la sustitución de la estética por la ética y la consiguiente «emancipación última». La ética se denigra o se considera una de las restricciones típicas de la modernidad, cuyas cadenas finalmente han sido rotas y echadas al basurero de la historia; los grilletes antes considerados necesarios son ahora claramente superfluos: una ilusión sin la cual pueden vivir perfectamente el hombre y la mujer actuales. Si necesitáramos un ejemplo de semejante interpretación de la «revolución ética posmoderna», pocas cosas peores hay que el estudio recientemente publicado de Gilles Lipovetsky, Le Crépuscule du devoir [El crepúsculo del deber, Barcelona, Anagrama, 1998]. Lipovetsky, renombrado bardo de la «liberación posmoderna», autor de La era del vacío y El imperio de lo efímero sugiere que finalmente hemos entrado en la época de l’après devoir, una época posdeóntica, en la cual nuestra conducta se ha liberado de los últimos vestigios de los opresivos «deberes infinitos», «mandamientos» y «obligaciones absolutas». En nuestros tiempos, se ha deslegitimado la idea de auto sacrificio; la gente ya no se siente perseguida ni está dispuesta a hacer un esfuerzo por alcanzar ideales morales ni defender valores morales; los políticos han acabado con las utopías y los idealistas de ayer se han convertido en pragmáticos. El más universal de nuestros eslóganes es «sin exceso». Vivimos en la era del individualismo más puro y de la búsqueda de la buena vida, limitada solamente por la exigencia de tolerancia (siempre y cuando vaya acompañada de un individualismo autocelebratorio y sin escrúpulos, la tolerancia sólo puede expresarse como indiferencia). La época «posterior al deber» admite apenas un vestigio de moralidad, una moralidad «minimalista»; situación totalmente novedosa, de acuerdo con Lipovetsky, quien nos insta a aplaudir su llegada y regocijarnos por la libertad que ha traído.
Lipovetsky, al igual que muchos otros teóricos posmodernos, comete el doble error de representar el tema de investigación como un recurso de investigación; lo que debería explicarse como aquello que explica. Describir conductas prevalecientes no significa hacer un juicio moral; los dos procedimientos son tan diferentes en los tiempos posmodernos como lo eran en la época anterior al posmodernismo. Si la descripción de Lipovetsky es correcta y hoy nos enfrentamos a una vida social absuelta de preocupaciones morales, si el «es» puro ya no se guía por un «debería ser», si la interrelación social está desvinculada de obligaciones y deberes, entonces la tarea del sociólogo es buscar cómo se ha «destituido» la norma moral del arsenal de armas antes desplegadas por la sociedad en su lucha por la autorreproducción. Si sucede que los sociólogos pertenecen a la corriente crítica del pensamiento social, su tarea tampoco terminará en ese punto, pues sin duda se rehusarían a aceptar que algo está bien solamente porque existe; tampoco darían por un hecho que lo que hacen los seres humanos es sólo lo que piensan que hacen o cómo narran lo que han hecho.
El presente estudio supone que la importancia de la posmodernidad reside, precisamente, en la oportunidad que ofrece al sociólogo crítico de llevar a cabo la investigación antes mencionada a un punto más avanzado que nunca. La modernidad tiene la extraña capacidad de minimizar el autoanálisis; envuelve los mecanismos de autorreproducción en un velo de ilusión sin el cual dichos mecanismos, siendo lo que son, no podrían funcionar adecuadamente. La modernidad debió, entonces, ponerse metas no alcanzables con el propósito de alcanzar lo que le fuera posible. La «perspectiva posmoderna» a la que este estudio se refiere significa ante todo que se arranca la máscara de la ilusión y se reconocen como falsas ciertas pretensiones y objetivos que no pueden alcanzarse y que, de hecho, no es deseable alcanzar. Una esperanza guía este estudio: que en estas condiciones puedan hacerse visibles las fuentes de fuerza moral que se encontraban ocultas en la filosofía ética moderna y en la práctica política, y que se comprendan las razones de su pasada invisibilidad. Como resultado, las posibilidades de «moralización» de la vida social podrían, quizá, mejorarse. Faltaría ver si el tiempo de la posmodernidad pasará a la historia como el ocaso o el renacimiento de la moralidad.
Sugiero que la novedad del enfoque posmoderno de la ética consiste, ante todo, no en hacer a un lado las preocupaciones morales modernas características, sino en rechazar las formas modernas típicas de abordar los problemas morales; esto es, responder a los retos morales con normas coercitivas en la práctica política, así como la búsqueda filosófica de absolutos, universales y sustentos de la teoría. Los grandes problemas éticos —derechos humanos, justicia social, equilibrio entre la cooperación pacífica y la autoafirmación— no han perdido vigencia; únicamente es necesario verlos y abordarlos de manera novedosa.
Si lo «moral» pudo diferenciarse como el aspecto del pensamiento, el sentimiento y la acción humanos que atañe a la distinción entre lo «correcto» y lo «incorrecto», éste fue en gran medida el logro de la época moderna. Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, se apreció poca diferencia entre normas ahora estrictamente independientes de conducta humana, tales como «utilidad», «verdad», «belleza», «propiedad». Conforme al modo de vida «tradicional», pocas veces observado a la distancia y, por ende, pocas veces objeto de reflexión, todo parecía flotar en el mismo nivel de importancia; se pesaba en la misma balanza de lo «correcto» frente a lo «incorrecto». Todas las formas y maneras, en todos sus aspectos, se consideraban validadas por poderes que ni la mente ni el capricho humanos podrían cuestionar: la vida era el producto de la creación divina y estaba vigilada por la divina providencia; el libre albedrío, si es que existía, sólo podía significar —como insistía San Agustín y la Iglesia repetía una y otra vez— la libertad de elegir el mal sobre el bien, esto es, infringir los mandamientos impuestos por Dios, apartarse del recto modo de vivir, tal como Dios lo había ordenado, y cualquier cosa que visiblemente se alejara de la costumbre se consideraba una infracción. Por otra parte, estar en lo correcto no era una elección sino, por el contrario, evitar la elección y seguir la forma de vida habitual. Todo ello cambió con el relajamiento gradual de la tradición (en términos sociológicos, de la supervisión y el manejo estrechos y ubicuos, aunque difusos, de la conducta individual por parte de la comunidad), y la creciente pluralidad de contextos mutuamente autónomos en los que se manejaba la vida de un número cada vez mayor de hombres y mujeres. En otras palabras, cuando se otorgó a estos hombres y mujeres el rango de individuos —dotados de identidad aún no dada, o apenas esbozada— y se enfrentó, por ende, la necesidad de «construirlos» y, en el proceso, de hacer elecciones.
Son las acciones las que se deben elegir, las acciones que se han elegido entre varias que podrían elegirse pero que no fueron elegidas las que es necesario ponderar, medir y evaluar. La evaluación es una parte indispensable de la elección, de la decisión; es la necesidad que sienten los seres humanos en tanto tomadores de decisiones, y en la que rara vez reflexionan aquellos que únicamente actúan por hábito. No obstante, una vez que se trata de evaluar, resulta evidente que lo «útil» no necesariamente es «bueno», ni lo «bello», «verdadero». Una vez que se cuestiona el criterio de evaluación, las «dimensiones» para la medición comienzan a ramificarse y a crecer en direcciones cada vez más distantes entre sí. El «camino correcto», antes único e indivisible, comienza a dividirse en «razonable desde el punto de vista económico», «estéticamente agradable», «moralmente adecuado». Las acciones pueden ser correctas, en un sentido, y equivocadas en otro. ¿Qué acción debería medirse conforme a un criterio determinado? Y si se aplican diversos criterios, ¿cuál deberá tener prioridad?
Encontramos en Max Weber —quien más que ningún otro pensador definió la agenda para nuestra discusión sobre la experiencia moderna— dos narrativas irreconciliables desde un punto de vista lógico sobre el nacimiento de la modernidad. Por una parte, nos dice que la modernidad comenzó con la separación entre el hogar y la empresa, un divorcio que en principio podría evitar el peligro de adoptar criterios contradictorios respecto de la eficiencia y el lucro —muy adecuados para un negocio— y las normas morales de compartir y querer —adecuadas para la vida familiar, tan cargada de aspectos emocionales— que continuamente se encontraban en el mismo terreno; esto dejaba al tomador de decisiones en una posición eternamente ambivalente. Por otra parte, Weber nos dice que los reformadores protestantes se convirtieron, de buen o mal grado, en los pioneros de la vida moderna precisamente porque insistían en que la «honestidad es la mejor política», que la vida en su totalidad está cargada de significados morales y que, cualquier cosa que hagamos, en cualquier campo de la vida, tiene una importancia moral, afirma que, de hecho, crearon una ética que abarcaba todo y rechazaba tajantemente dejar fuera cualquier aspecto de la vida. Sin duda, observamos una contradicción lógica entre ambas versiones; no obstante, contrario a la lógica, no necesariamente significa que una de ellas sea falsa. El punto es precisamente que la vida moderna no se apega al «uno u otro» de la lógica. La contradicción refleja fielmente el choque genuino entre tendencias igualmente poderosas en la sociedad moderna; una sociedad «moderna» que intenta, constantemente aunque en vano, «abarcar lo inabarcable», sustituir la diversidad por la uniformidad y la ambivalencia por un orden coherente y transparente, y que al intentar hacerlo genera sin cesar un número mayor de divisiones, diversidad y ambivalencia que aquel del que ha logrado deshacerse.
Con frecuencia, oímos que las personas se volvieron individualistas, preocupadas por sí mismas y egoístas con el advenimiento de la modernidad, ya que se hicieron ateos y perdieron la fe en los «dogmas religiosos». El egoísmo del individuo moderno es, conforme a esta historia, un producto de la secularización, y únicamente puede repararse resucitando el credo religioso o una idea que, aunque seglar, logre abarcar tanto como las grandes religiones, que disfrutaban de un dominio casi absoluto antes de ser agredidas y erosionadas por el escepticismo moderno. En realidad, deberíamos ver la relación en el orden inverso: debido a que los acontecimientos modernos arrojaron a hombres y mujeres a la condición de individuos —fragmentando su vida, dividida en varias metas y funciones apenas relacionadas, que debían llevar a cabo en un contexto diferente y conforme a una pragmática distinta—, la idea «abarcadora» de una visión unitaria del mundo resultó poco útil y difícilmente logró captar su imaginación.
Por ello, legisladores y pensadores modernos consideraron que la moralidad, más que ser un «rasgo natural» de la vida humana, es algo que necesita diseñarse e inyectarse a la conducta humana. Y por ello intentaron componer e imponer una ética unitaria y abarcadora; esto es, un código de reglas morales cohesivo que pudiera enseñarse a la gente y que se la obligara a obedecer. También es la razón de que sus esfuerzos por lograrlo hayan resultado vanos (aun cuando, mientras menos éxito tenían, con más empeño lo intentaban). Creían que el vacío creado por la ahora extinta o ineficiente supervisión moral de la Iglesia debía y podía llenarse con una serie de reglas racionales meticulosamente armonizadas: que la razón lograría lo que ya no conseguía la fe; que con los ojos abiertos y la pasión en calma, los seres humanos regularían sus relaciones incluso mejor —de manera más «civilizada», pacífica y racional— que en los tiempos cuando, «cegados» por la fe, permitían que sus emociones salvajes se desbocaran. De acuerdo con esta convicción, continuamente se intentaba construir un código moral que, sin esconderse ya tras los mandamientos de Dios, proclamara a voz en cuello haber sido «hecha por el hombre» y, pese a ello (o quizá, gracias a ello), fuera abrazada y obedecida por todos los seres humanos racionales. Por otra parte, la búsqueda nunca concluyó tras el «arreglo racional de convivencia humana», una serie de leyes y una sociedad concebidos de manera tal que los individuos, si bien dejados a su libre albedrío y a hacer sus elecciones, preferentemente elegirían lo correcto y bueno en vez de lo incorrecto y malo.
Podríamos decir que aun cuando la circunstancia existencial de hombres y mujeres en las condiciones de la vida moderna era notoriamente distinta de lo que había sido antes, la vieja suposición —que el libre albedrío sólo se manifiesta en las elecciones equivocadas, que la libertad, si no se mantiene a raya, siempre cae en el libertinaje y, por ende, es, o podría convertirse, en enemigo del bien— siguió predominando en la mente de los filósofos y en la práctica de los legisladores. La suposición tácita —y virtualmente sin excepciones— del pensamiento ético moderno y de la práctica que recomendaba era que, al dejar al individuo en libertad —y, forjado en las condiciones modernas, no podía sino ser libre— debería impedírsele utilizarla para hacer el mal. Lo anterior no resulta sorprendente: si las cosas se ven «desde arriba», como lo hacen aquellos responsables de «manejar la sociedad», los guardianes del «bien común», la libertad individual es sin duda un motivo de preocupación. Resulta sospechosa desde el principio, debido a la absoluta impredecibilidad de sus consecuencias y por ser una fuente constante de inestabilidad; de hecho, es un elemento de caos que debe frenarse si se quiere tener y asegurar el orden. Y la visión de filósofos y gobernantes no podría ser otra que la «perspectiva desde arriba», la visión de quienes tienen la tarea de legislar el orden y frenar el caos. Conforme a esa visión —asegurar que los individuos libres actúen de manera correcta— era necesario poner en práctica algún tipo de coacción. Sus impulsos inconvenientes y potencialmente perversos debían frenarse desde el interior o desde el exterior; ya fuera por los propios actores, mediante el ejercicio de su «mejor juicio» (suprimiendo sus instintos con ayuda de sus facultades racionales), o bien exponiéndolos a presiones externas racionalmente diseñadas, que se encargarían de asegurarles que «el mal no paga», con lo cual, por lo general, se los desalentaría de hacerlo.
Ambas vías estaban, en realidad, íntimamente vinculadas. Si los individuos carecieran de facultades racionales, no reaccionarían de manera adecuada a estímulos y alicientes externos, y los intentos por manipular recompensas y castigos, por más hábiles e ingeniosos, serían en vano. Desarrollar la capacidad de juicio individual (entrenar a los individuos a ver qué los beneficia y perseguir dicho beneficio una vez que lo vieron) y administrar los riesgos de tal manera que la búsqueda del interés individual instara a obedecer el orden que los legisladores deseaban instaurar debían considerarse como condicionantes y complementos: únicamente tenían sentido juntos. No obstante, potencialmente estaban en pugna. «Desde arriba», el juicio individual nunca parecería del todo confiable, sencillamente por el hecho de ser individual y por sustentarse en una autoridad ajena a la de los guardianes y portavoces del orden. Y los individuos con una verdadera autonomía de juicio posiblemente resentirían y resistirían la interferencia, tan sólo por ser una interferencia. La autonomía de los individuos racionales y la heteronomía de la administración racional no podían separarse, aunque tampoco podían cohabitar en paz. Estaban vinculadas para bien o para mal, destinadas a chocar y pelear incesantemente, sin la posibilidad de alcanzar una paz duradera. El conflicto que su cercanía nunca dejó de generar siguió sedimentando, en un extremo, la tendencia anárquica de rebelarse contra las reglas por considerarlas una opresión y, en el otro, la visión totalitaria que resultaba una tentación para los guardianes del «bien común».
Esta situación aporética («aporía»: brevemente, contradicción que no puede superarse, que resulta en un conflicto sin solución) debía seguir siendo el destino de la sociedad moderna, un artificio reconocido como «hecho por el hombre», cuya marca indeleble de modernidad era no admitir que ese destino era irreparable. Una característica de la modernidad, quizá la definitoria, era que la aporía debía reducirse a un conflicto aún no resuelto pero que, en principio, podía resolverse; una molestia temporal, una imperfección residual en el camino de la perfección, una reliquia de la sinrazón en la vía del gobierno de la razón, un lapso momentáneo de la razón que pronto se rectificaría, un signo de ignorancia aún no superada de los «más aptos» con respecto a los intereses individuales y comunes. Un esfuerzo más, un logro más de la razón, y se alcanzaría la armonía para nunca más perderla. La modernidad sabía que estaba herida de muerte, pero pensaba que la herida era curable. Por ende, nunca dejó de buscar paliativos. Podríamos decir que siguió siendo «modernidad» en tanto se rehusó a abandonar esta creencia y a hacer el esfuerzo. La modernidad se refiere a la soluciónde un conflicto y a no admitir contradicciones, salvo en el caso de conflictos que están a punto de resolverse.
El pensamiento ético moderno, en colaboración con la legislación moderna, se abrió paso a una solución tan radical bajo la doble bandera de la universalidad y los fundamentos.
En la práctica, los legisladores consideraban que la universalidad era la regla sin excepción de un grupo de leyes que prevalecían en un determinado territorio sobre el cual se extendía su soberanía. Los filósofos definían la universalidad como una característica de prescripciones éticas que obligaban a cada ser humano —tan sólo por ser humano— a reconocerla como válida y aceptarla como obligatoria. Ambas universalidades se guiñaban el ojo sin llegar a una verdadera fusión. No obstante, cooperaban, de manera cercana y fructífera, aun sin existir un contrato firmado y guardado en los archivos o en las bibliotecas universitarias. Las prácticas (o intenciones) coercitivas de los legisladores para lograr la uniformidad proporcionaron el «sustento epistemológico» sobre el que los filósofos construirían sus modelos universales de naturaleza humana, y el que los filósofos lograran «naturalizar» el artificio cultural (o más bien administrativo) de los legisladores ayudó a representar el modelo legalmente construido del sujeto-Estado como la personificación y el epítome del destino humano.
Conforme a la práctica de los legisladores, los fundamentos consistían en los poderes coercitivos del Estado, que hacían posible la obediencia a las reglas. La regla estaba «bien fundamentada» ya que se apoyaba en dichos poderes, y la fundamentación se reforzaba con la eficacia del apoyo. Para los filósofos, una regla bien fundamentada era aquella que creían, o estaban convencidas de seguir, por una u otra razón las personas que se esperaba que la siguieran. «Bien fundamentadas» se consideraban las reglas que ofrecían una respuesta convincente a la pregunta «¿por qué debo obedecerlas?». Y dicha fundamentación resultaba imperiosa, ya que individuos autónomos que enfrentaban diversas exigencias de carácter legal y ético generalmente hacían esa pregunta, sobre todo, «¿y por qué debo ser moral?». De cualquier manera, tanto filósofos como legisladores se esperaban esta pregunta, ya que ambos pensaban o actuaban conforme al mismo supuesto de que las reglas buenas son las diseñadas de manera artificial, conforme a la misma premisa de que los individuos, cuando se los deja en libertad, no necesariamente se apegarán a las reglas buenas sin un poco de guía, y conforme al mismo principio de que para actuar con moralidad, los individuos deben primero aceptar las reglas de conducta moral, lo que no sucedería si no se los persuadiera de que actuar moralmente es más agradable que actuar sin moral, y que las reglas que se les pide aceptar de hecho mencionan explícitamente lo que significa una conducta moral. Una vez más, como en el caso de la universalidad, las dos versiones de «fundamentos», aun sin mezclarse, se complementaban. La creencia popular de que las reglas están bien justificadas facilitaría la tarea de las agencias coercitivas, en tanto que la presión incesante de las sanciones legales inyectaría vida en las venas secas del argumento filosófico.
En general, la búsqueda perseverante e incesante de reglas que «funcionen» y fundamentos que «no se tambaleen» se inspiró en la fe en la factibilidad y el triunfo del proyecto humanista. Una sociedad libre de contradicciones inamovibles, una sociedad que señala un camino —como lo hace la lógica— únicamente para corregir soluciones, podría construirse con el tiempo y la buena voluntad. Puede, y debe, encontrarse la idea correcta y el argumento final. Ante una fe semejante, los dedos quemados no dolerían demasiado, no habría situaciones extremas y el fracaso de las esperanzas de ayer alentaría a los exploradores a realizar un esfuerzo mayor. Se demostraría que cualquier supuesta receta «a prueba de tontos» es equivocada, y por ende se rechazaría, aunque no la búsqueda misma de una receta verdaderamente a prueba de tontos que, en última instancia, pondría fin a una búsqueda posterior. En otras palabras, el pensamiento y la práctica moral de la modernidad estaban animadas por la creencia en la posibilidad de un código ético no ambivalente y no aporético. Quizás aún no se haya encontrado ese código, aunque seguramente está por aparecer, si no de inmediato, en el futuro cercano.
La incredulidad en esa posibilidad es justamente lo posmoderno, «pos» no en sentido «cronológico» (de desplazar y sustituir la modernidad, de nacer al momento en que la modernidad termina y se desvanece, de hacer imposible la visión moderna una vez que queda indefensa), sino en el sentido de que a manera de conclusión, de mera premonición, los esfuerzos que la modernidad ha realizado durante tanto tiempo estaban desviados, erigidos sobre bases falsas y destinados, tarde o temprano, a agotarse. En otras palabras, que sin lugar a duda, la propia modernidad demostrará (si aún no lo ha hecho) su imposibilidad, lo vano de sus esperanzas y el desperdicio de esfuerzos. El código ético a prueba de tontos —con fundamentos universales e inamovibles— nunca se encontrará y, después de habernos quemado los dedos con demasiada frecuencia, ahora sabemos lo que no sabíamos entonces, cuando nos embarcamos en ese viaje de exploración: que una moral no aporética, no ambivalente, una ética universal y con «fundamentos objetivos» es una imposibilidad práctica, quizás incluso un oxímoron, una contradicción.
Explorar las consecuencias de esta crítica posmoderna a las ambiciones modernas constituye el tema medular del presente estudio.
Sugiero que las siguientes son las marcas de la condición moral, tal como aparecen una vez contempladas desde la perspectiva posmoderna.
1. Las afirmaciones, contradictorias, aunque por lo general hechas con igual convicción: «El ser humano es esencialmente bueno, y únicamente debe ser guiado para actuar de acuerdo con su naturaleza» y «El ser humano es esencialmente malo, y debe impedírsele actuar conforme a sus impulsos» son equivocadas. En realidad, el ser humano es ambivalente en términos morales y la ambivalencia reside en el corazón de la «escena primaria» de la interacción humana. Los arreglos sociales posteriores —instituciones apoyadas por el poder así como reglas y deberes racionalmente articulados y ponderados— esgrimen esa ambivalencia como el elemento medular a la vez que intentan limpiarla de su pecado original de ser una ambivalencia. Los esfuerzos posteriores fueron ineficaces o exacerbaron el mal que querían desarmar. Debido a la estructura primaria de la convivencia humana, una moralidad no ambivalente es una imposibilidad existencial. Ningún código ético lógicamente coherente puede «adaptarse» a la condición esencialmente ambivalente de la moralidad, como tampoco ésta puede ser «desbancada» por la racionalidad; como mucho, puede silenciarla y paralizarla, propiciando tal vez que las oportunidades de «hacer el bien» no se fortalezcan, sino que se debiliten más que en otras circunstancias. Por consiguiente, no puede garantizarse una conducta moral, al menos no con contextos mejor diseñados para la acción humana ni con motivos de acción humana mejor formados. Necesitamos aprender a vivir sin estas garantías, conscientes de que éstas jamás podrán darse; que una sociedad perfecta, al igual que un ser humano perfecto, no es una posibilidad viable, y que los intentos por demostrar lo contrario no sólo resultan en más crueldad sino, ciertamente, en menos moralidad.
2. Los fenómenos morales son esencialmente «no racionales». Únicamente son morales en tanto preceden la consideración de propósito y el cálculo de pérdidas y ganancias, por lo cual no se ajustan al esquema de «los medios justifican el fin». Asimismo, escapan a cualquier explicación en términos de utilidad o servicio que puedan proporcionar o se pretenda que proporcionen al sujeto moral, al grupo o a la causa. No son regulares, repetitivos, monótonos y predecibles y, por ende, no pueden representarse como una guía de reglas. Y es sobre todo por esta razón que no pueden ser abarcadas por ningún «código ético». La ética se amolda al patrón de la ley. Tal como hace la ley, intenta definir las acciones «propias» e «impropias» en situaciones que califica. Se fija para sí el ideal (rara vez, si acaso, alcanzado en la práctica) de maquinar definiciones exhaustivas y claras que deriven en reglas nítidas para elegir entre lo propio y lo impropio, sin dejar ninguna zona gris de ambivalencia e interpretaciones múltiples. En otras palabras, supone que, para cada situación, una elección puede y debe decretarse como buena, en oposición a numerosas malas. Así, al actuar en cualquier situación, puede ser racional en tanto que los actores son —como deberían ser— también racionales. No obstante, esta suposición deja de lado lo que es propiamente moral en la moralidad. Desplaza los fenómenos morales del ámbito de la autonomía personal al de la heteronomía apoyada en el poder. Sustituye el conocimiento de reglas aprendidas por el yo moral formado en la responsabilidad. Coloca la responsabilidad en los legisladores y guardianes del código, mientras que anteriormente había responsabilidad con el Otro y con la autoconciencia moral, el contexto en el que se adopta una postura moral.
3. La moralidad es incurablemente aporética. Pocas elecciones (y sólo aquellas relativamente triviales y de menor importancia existencial) son claramente buenas. La mayoría de las elecciones morales se hacen entre impulsos contradictorios. Lo más importante, sin embargo, es que virtualmente cualquier impulso moral, si se deja actuar plenamente, tiene consecuencias inmorales (de manera característica, el impulso de preocuparse por el Otro, llevado al extremo, conduce a la aniquilación de la autonomía del Otro, a la dominación y la opresión). No obstante, ningún impulso moral puede instrumentarse a menos que el actor moral se proponga seriamente hacer un esfuerzo al límite. El yo moral se mueve, siente y actúa en el contexto de la ambivalencia y es acosado por la incertidumbre. De ahí que la situación moral libre de ambigüedades únicamente tenga la existencia utópica del horizonte quizás indispensable y el estímulo de un yo moral, pero no un objetivo realista de práctica ética. Pocas veces los actos morales provocan una satisfacción completa; la responsabilidad que guía a la persona moral siempre se adelanta a lo que se ha hecho o puede hacerse. No obstante los esfuerzos en contrario, la incertidumbre forzosamente debe acompañar la condición del yo moral. De hecho, podríamos reconocer al yo moral por la incertidumbre en torno a si ha hecho todo lo que debería hacerse.
4. La moralidad no es universal. Esta afirmación no necesariamente avala el relativismo moral, expresado en la proposición frecuentemente manifestada y en apariencia similar: que cualquier moralidad es una costumbre local —y temporal—; que lo que es moral en un lugar y momento dados seguramente será despreciado en otro, y que por ende todo tipo de conductas morales practicadas hasta ahora suelen ser relativas a un determinado momento y lugar, afectadas por los caprichos de historias locales o tribales y por invenciones culturales. Por lo general, esa proposición suele relacionarse con una amonestación en contra de comparar moralidades y, sobre todo, en contra de cualquier análisis de otras que no sean las fuentes meramente accidentales y contingentes de la moralidad. Argumentaré en contra de esta visión de moralidad claramente relativista y, a fin de cuentas, nihilista. La aseveración de que la «moralidad no es universal», tal como aparece en este libro, tiene un significado distinto: se opone a la versión concreta de universalismo moral que, en la época moderna, se convirtió en una declaración apenas disfrazada del intento de promover la Gleichschaltung, esto es, una ardua campaña para aplastar las diferencias y, sobre todo, eliminar las fuentes «salvajes» —autónomas, estridentes e incontroladas— de juicio moral. Aun cuando se reconoce la presente diversidad de creencias morales y acciones promovidas desde las instituciones, así como la pasada y persistente variedad de posturas morales individuales, el pensamiento y la práctica modernos la consideraban una abominación y un reto, e intentaron superarla. Pero no lo hicieron de manera abierta, no en el nombre de ampliar el código ético preferido a pueblos que viven conforme a códigos diferentes y estrechando el control sobre pueblos ya dominados, sino subrepticiamente, en el nombre de una única ética humana que suplantaría cualquier distorsión local. Estos esfuerzos, tal como lo vemos ahora, no podrían tomar otra forma que la sustitución de reglas éticas heterónomas, impuestas desde afuera, por la responsabilidad autónoma del yo moral (lo cual significa nada menos que la incapacitación, incluso la destrucción del yo moral). Por consiguiente, su efecto no es tanto la «universalización de la moralidad» como el silenciamiento del impulso moral y la canalización de la capacidad moral hacia metas socialmente designadas que podrían incluir, y de hecho incluyen, propósitos inmorales.
5. Desde la perspectiva del «orden racional», la moralidad es y será irracional. Para cualquier totalidad social que insiste en la uniformidad y en la acción disciplinada y coordinada, la terca y resistente autonomía del yo moral resulta un escándalo. Desde la mesa de control de la sociedad, se considera el germen del caos y la anarquía dentro del orden; el límite exterior permitido a la razón (o a sus autodesignados portavoces y agentes), para diseñar e instrumentar lo que se haya proclamado como el arreglo «perfecto» de la convivencia humana. Los impulsos morales son, no obstante, un recurso indispensable para la administración de cualquiera de estos arreglos «existentes»; suministran la materia prima de la sociabilidad y del compromiso con los demás, en los cuales se forman todos los órdenes sociales. Tienen que ser, por ende, domesticados, restringidos y explotados, más que suprimidos y proscritos. De ahí la ambivalencia endémica con la que las administraciones sociales tratan al yo moral: el yo moral necesita cultivarse sin que se le dé rienda suelta; debe podarse constantemente para que mantenga la forma deseada, sin sofocar su crecimiento ni secar su vitalidad. La administración social de la moralidad es una operación compleja y delicada que no puede sino precipitar más ambivalencia de la que logra eliminar.
6. Dado el efecto ambiguo de los esfuerzos sociales en la legislación ética, cabría suponer que la responsabilidad moral —ser para el Otro antes que estar con el Otro— es la primera realidad del ser, un punto de partida más que un producto de la sociedad. Antecede cualquier compromiso con el Otro, ya sea por medio del conocimiento, la evaluación, el sufrimiento o la acción. Por ello no tiene un «fundamento», causa o factor determinante. Y por la misma razón por la que su existencia no puede ser manipulada, la necesidad de su presencia tampoco resulta convincente. A falta de un fundamento, la pregunta «¿cuánto es posible?» carece de sentido cuando se trata de la moralidad, ya que le pide a ésta que se justifique cuando no tiene una excusa, ya que precede el surgimiento del contexto social dentro del cual los términos para las justificaciones y excusas aparecen y tienen sentido. La pregunta exige que la moralidad muestre su certificado de origen, pero no existe un ser antes que el yo moral, ya que la moralidad es la presencia última, no determinada; de hecho, un acto de creación ex nihilo, si es que puede haberlo. Esta pregunta, por último, supone tácitamente que la responsabilidad moral es un misterio contrario a la razón, que los yos no podrían ser «normalmente» morales salvo por alguna causa especial y poderosa; que para ser morales, los yos deben primero sacrificar o cercenar alguna parte de ellos; la más común, la premisa de que dado que la acción moral es extrañamente generosa, el elemento sacrificado es el interés propio. Esto supone que ser para el Otro más que para uno mismo es «contrario a la naturaleza»; y que las dos modalidades de ser están en oposición. No obstante, la responsabilidad moral es precisamente el acto de autoconstitución. El sacrificio, si es que lo hay, ocurre en el camino que va del yo moral al yo social; del «ser para» a «estar con». Transcurrieron siglos de discurso legal sustentado en el poder y la indoctrinación filosófica para que lo opuesto resultara evidente.
7. A partir de lo anterior, podemos afirmar que, contrario tanto a la opinión popular como al triunfalismo de «todo vale» de ciertos autores posmodernistas, la perspectiva posmoderna sobre los fenómenos morales no revela el relativismo de la moralidad. Tampoco debe abogar por el «no puede hacerse nada» frente a una variedad en apariencia irreductible de códigos éticos, ni recomendarlo. Más bien sería lo contrario. Las sociedades modernas practican un parroquialismo moral bajo la máscara de promover la ética universal. Al exponer la incongruencia fundamental entre cualquier código ético apoyado en el poder, por una parte, y la condición infinitamente compleja del yo moral, por la otra, y al dejar clara la falsedad de la pretensión social de ser el autor último y el único guardián confiable de la moralidad, la perspectiva posmoderna demuestra la relatividad de los códigos éticos y de las prácticas morales que recomiendan o apoyan, como el desenlace del parroquialismo político de los códigos éticos que pretenden ser universales, mas no así de la condición moral «no codificada» y de la conducta moral que denunciaron como parroquial. Son los códigos éticos los que están plagados de relativismo, y esa plaga no es sino la reflexión o el sedimento del parroquialismo tribal de los poderes institucionales que usurparon la autoridad ética. Superar la variedad extendiendo el alcance de un determinado poder institucional, político o cultural (como exigían al unísono los luchadores modernos en contra del relativismo moral) sólo puede llevar a sustituir aún más la ética por la moralidad, el código por el yo moral, la heteronomía por la autonomía. Lo que ha logrado la perspectiva posmoderna al rechazar las profecías de la inminente llegada de la universalidad apoyada en el poder es romper el grueso velo del mito para llegar a la condición moral común que antecede los efectos diversificadores de la administración social de la capacidad moral, sin mencionar la necesidad sentida de una «universalización» administrada de manera similar. Cabría pensar en una unidad moral que abarque a toda la humanidad, quizá no como el producto final de la globalización del dominio de los poderes políticos con pretensiones éticas, sino como el horizonte utópico de la deconstrucción de afirmaciones tales como «después de mí el diluvio» que hacen los Estados-nación, las naciones en busca del Estado, las comunidades tradicionales y aquéllas en busca de una tradición, tribus y neotribus, así como sus portavoces y profetas designados y autodesignados; como la perspectiva remota (y, por ende, utópica) de la emancipación del yo moral autónomo y la reivindicación de su responsabilidad moral; como un prospecto de yo moral que ve hacia adelante, sin caer en la tentación de escapar de la inherente e incurable ambivalencia en que esa responsabilidad lo arroja y que se ha convertido en su sino, y que sigue esperando convertirse en su destino.
A lo largo del libro se analizarán estos temas, en cada capítulo desde un ángulo diferente. Cabe advertir al lector que como resultado de este análisis no surgirá un código ético, como tampoco podría contemplarse ningún código ético a la luz de lo que se desarrollará en el camino. El tipo de comprensión para la condición del yo moral que concede el punto de vista posmoderno difícilmente facilitará la vida moral. A lo más que puede aspirar es a hacerla un poco más moral.

lunes, 21 de octubre de 2013

FASCISMO SOCIAL.

Fascismo social

Un mayor control social militarizado parece ser el nuevo rasgo del socialfascismo bolivariano.
Un mayor control social militarizado parece ser el nuevo rasgo del socialfascismo bolivariano.

El estado militarizado bolivariano busca disciplinar a la sociedad

José Rafael López Padrino
 / 
Jose_Rafael_Lopez_Padrino_1Un mayor control social militarizado parece ser el nuevo rasgo del socialfascismo bolivariano. El régimen ante el agotamiento de su discurso demagógico, ha institucionalizado el uso de la fuerza militar comopolítica de Estado. Ello ha implicado una profundización de la represión, pero además una mayor coacción, amedrentamiento, y persuasión con fines políticos de dominación.
La militarización del país no es un fenómeno nuevo, la misma fue iniciada por el ya desaparecido tte. Coronel, pero ha sido profundizada por su sucesor monárquico Maduro. Este perverso proceso de control social se fundamenta en la Doctrina de Seguridad Nacional Bolivariana (DSNB). Adefesio de inspiración fascista, destinado a mitificar al “comandante-eterno”, así como a fomentar los más miserables principios belicistas, de adulancia y subordinación como los que experimentaron los pobladores de las naciones del Cono Sur. La DSNB se fundamenta en la militarización de la sociedad y el desarrollo de planes represivos que vulneran todos los derechos y garantías individuales y sociales en aras de una pretendida seguridad nacional y en resguardo de un supuesto enemigo externo o interno (entiéndase disidencia ideológica). Concepción con claros antecedentes nazis del sofista alemán Karl Schmitt. 
El régimen viene formulando políticas de control social, bajo la excusa de planes de seguridad ciudadana, prevención del terrorismo, lucha contra organizaciones del crimen organizado, guerra contra las drogas, etc.. Esta política además de consolidar el control social ejercido por el Estado, tarea fundamental de todo fascismo, pretende ser usada como elemento de disuasión frente a los “grupos antagónicos o elementos desestabilizadores”, que comprometen los niveles de gobernabilidad del proyecto socialfascista bolivariano. Se pretende “tutelar con las armas” el descontento social y la conflictividad social producto del fracaso de una ortodoxia neoliberal maquillada con retórica revolucionaria. Todo ello en nombre de un supuesto Estado de Derecho y de una falaz democracia participativa.
Esta infeliz militarización no solo se ha reflejado en el asalto del estamento militar a la administración pública (más de 850 funcionarios militares están ocupando cargos en ministerios, empresas del Estado e instituto autónomos), sino en la imposición de una mentalidad guerrerista, de una forma de hablar, de sentir odio por la diversidad de pensamiento y de legitimar la violencia como medio para dirimir diferencias políticas. Pero además, el Ministerio de la Defensa ha dispuesto la obligatoriedad de la instrucción militar en todos los niveles de educación, desde primaria hasta la Universidad. Se pretende adoctrinar políticamente a nuestros jóvenes con el “Nuevo Pensamiento Militar Venezolano”. Caricaturesca doctrina destinada a mitificar la imagen del ya fallecido azote de Miraflores, así como fomentar los más miserables principios belicistas, de adulancia y de servilismo, como los que experimentaron los jóvenes en la Alemania deHitler o la Italia de Mussolini.
Más recientemente el régimen ha iniciado una nueva fase en su pretensión del control social de la población, el uso de las milicias, especie de guardia pretoriana al servicio del ignorante de Miraflores, a fin de apaciguar y domesticar la conflictividad laboral. Su uso constituye una violación de la libertad sindical y el derecho al trabajo, así como un instrumento nocivo destinado a imponer por la fuerza de las armas condiciones precarias de trabajo. La fuerza y la violencia empleada con la militarización del mundo trabajador facilitan las condiciones de reproducción del capital en favor de los grandes monopolios nacionales e internacionales, función histórica del fascismo del siglo pasado y del neofascismo del siglo XXI. 
El estado militarizado bolivariano busca disciplinar a la sociedad, por ello criminaliza y judicializa la protesta social mediante la aplicación de leyes como la Ley Orgánica contra la Delincuencia Organizada y Financiamiento al Terrorismo(Lodofat), entramado jurídico que prohíbe y castiga prácticamente todas las estrategias y herramientas históricas de lucha del movimiento popular venezolano. Por ejemplo penaliza las huelgas en los centros productivos con prisión de ocho a diez años y considera los grafitis y pintas contra edificios públicos como actos terroristas.
El régimen del monárquico Maduro no conforme con la demolición de las instituciones del país, de dominar todos los poderes públicos, de tener una Fuerza Armada al servicio del PSUV, pretende militarizar la última trinchera de resistencia nacional: los trabajadores y sus sindicatos.

HACIA EL ESTADO COMUNAL.

Hacia el Estado Comunal

 
 
 
 
 
 
1 Votes

Eskeila Guerra*
REVISTA SIC 750
La ley de gestión comunitaria y el Proyecto de Ley de Presupuesto consolidan un subsistema de comunas y desmantelan la institucionalidad de Estado
REUTERS/Jorge Silva
REUTERS/Jorge Silva

El programa de gobierno 2013-2019 del actual Presidente y el Proyecto de Ley del Presupuesto para el Ejercicio Fiscal 2013, conjuntamente con las Leyes del Poder Popular aprobadas en 2010 y la Ley Orgánica para la Gestión Comunitaria de Competencias, Servicios y Otras Atribuciones, son instrumentos que permiten llevar a la práctica la construcción del Estado comunal y del modelo económico socialista. Este proyecto político, que fue rechazado en el referendo constitucional de 2007, se está abriendo paso en la realidad política de la sociedad venezolana a través de una serie de leyes que contradicen y dejan de lado los principios constitucionales. Trata de coexistir con instituciones propias del Estado democrático y social de derecho y de justicia, que nada tienen que ver con las nuevas formas de organización del poder popular, al tiempo que desmonta esa misma institucionalidad restándole espacios y competencias.
El reto para un sector importante de la sociedad venezolana que no comparte esta visión de país es convivir con esta nueva distribución territorial del poder y participar en estos espacios para que sus intereses sean tomados en cuenta, haciendo sentir su presencia durante el período de gobierno 2013-2019 en el cual se radicalizará y profundizará el proyecto socialista.

Obligados a participar

El programa de gobierno 2013-2019 plantea como uno de los cinco grandes objetivos históricos para el próximo período presidencial “continuar construyendo el socialismo bolivariano del siglo XXI”, para lo cual se hace fundamental profundizar la consolidación del poder popular a través del “autogobierno en poblaciones y territorios específicos conformados como comunas, entre otras políticas”. Así, se habla de radicalizar la democracia participativa y protagónica, de pulverizar completamente al Estado burgués y de lograr la irrupción definitiva del nuevo Estado social de derecho y de justicia.
Para justificar legalmente la nueva institucionalidad del poder popular el Gobierno se vale de una burda interpretación de la Constitución de 1999, específicamente de los artículos 70 y 184 en los cuales se establecen los mecanismos de participación ciudadana, así como la descentralización y transferencia de servicios desde los estados y municipios a las comunidades y grupos vecinales organizados. De esta forma la Constitución busca promover la participación en los asuntos públicos, a través de estas formas de organización y dando lugar a la creación de nuevos sujetos de descentralización en las comunidades.
Sin embargo, las leyes del poder popular dejan de lado estas formas de organización para incorporar en el nuevo esquema de distribución del poder únicamente a las de base del poder popular[1]. De hecho, la propuesta de gobierno 2013-2019 solo habla de comunas, consejos comunales y distritos motores, sin mencionar asociaciones de vecinos, organizaciones no gubernamentales o las simples comunidades.
La diferencia entre las formas de organización del poder popular y las que establece la Constitución es sustancial. La Ley Orgánica del Poder Popular define a la comuna como la célula fundamental del Estado comunal, y se establece como fin de las organizaciones del poder popular la construcción de la sociedad socialista[2], con lo cual están atadas a un proyecto político de izquierda. No son formas de organización que surjan espontáneamente de la sociedad, sino que vienen determinadas por un mandato legal. Por su parte, la Constitución busca promover formas de organización que sí nacen de la acción espontánea de las comunidades, y que no responden a los intereses de una parcialidad política.
Además, leyes como la de gestión comunitaria de competencias tutelan y coaptan la participación ciudadana por tres razones: definen de forma taxativa y excluyente los medios de participación (formas de organización del poder popular); delimitan las atribuciones que puede asumir la comunidad de acuerdo con el Plan de Desarrollo Económico y Social de la Nación que dicta el Ejecutivo y establecen con qué fines se organizará la sociedad, a saber: profundizar y consolidar el poder popular para la construcción del Estado comunal o la sociedad socialista.3.3.2_lapatilla.com
Estas formas de organización responden al principio de la democracia protagónica revolucionaria, consagrado en el primer plan socialista, que implica la entrega a la comunidad de “todo el poder originario del individuo, lo que produce una voluntad general, en el sentido de un poder de todos al servicio de todos, es decir, sustentado moral y colectivamente, lo que obliga a que la conducta de los asociados, aunque tenga intereses particulares, (voluntades particulares) para poder ser moral debe estar guiada por la justicia”. Sin embargo, es bien sabido que esa voluntad general termina sometiendo los intereses y las voluntades de las minorías a los de la mayoría.
Esto demuestra que no existe ya un Estado que represente los intereses de todos los sectores de la sociedad venezolana, sin distingo de su posición política. Estamos en presencia de un Gobierno que busca coaptar a todos los sectores de la sociedad, obligándolos a participar en estas formas de organización para legitimarlas. Esto ocurre porque mecanismos de participación ciudadana como las comunas y los consejos comunales no siempre son representativos de los intereses de toda la comunidad, ya que no todo el mundo está interesado en participar. Sus decisiones no serán representativas de lo que es mejor para todos, sino de lo que decida la mayoría. Consecuentemente, si queremos que nuestros intereses sean tomados en cuenta estamos obligados a participar.

Nueva distribución territorial del poder

Otro objetivo del programa de gobierno 2013-2019 a considerar, como parte del fortalecimiento del poder popular, es la transferencia de competencias en torno a la gestión y administración de lo público desde las instancias institucionales, regionales y locales hacia las instancias del poder popular. Este objetivo no se limita al ámbito local, sino que tiene una proyección nacional que aspira a consolidar un subsistema de comunas, distritos motores de desarrollo y ejes de desarrollo territorial. Para ello la ley de gestión comunitaria y el Proyecto de Ley de Presupuesto son dos herramientas fundamentales.
En la ley de gestión comunitaria no solo se consagra la transferencia de servicios desde el poder público (estadal y municipal), sino que también contempla la posibilidad de transferir competencias desde el poder público nacional el cual se encarga, entre otras cosas, de la seguridad y defensa del territorio, la política exterior, la regulación del sistema económico y financiero, la legislación y las políticas públicas. Así, va más allá de la Constitución, la cual solo permite la transferencia desde los estados y municipios hacia los sujetos de descentralización, y no desde el poder público nacional. Este tipo de mandatos legales se pueden convertir en un instrumento para desmantelar la institucionalidad del Estado.
Por otro lado, la ley de gestión comunitaria se vale del Consejo Federal de Gobierno como institución mediadora de ese proceso de transferencia, cuando en realidad la Constitución lo designa en su artículo 185 como el órgano “encargado de la planificación y coordinación de políticas y acciones para el desarrollo del proceso de descentralización y transferencia de competencias del Poder Nacional a los Estados y Municipios”, no a las comunidades ni a ninguna otra forma de organización. Para salvar este obstáculo, la Ley Orgánica del Consejo Federal pretende consagrar la transferencia de competencias “a las organizaciones detentadoras de la soberanía originaria del Estado” bajo una inadecuada interpretación de los principios constitucionales.
El programa de Gobierno 2013-2019 también plantea como parte de sus objetivos la “conformación de 3.000 comunas socialistas, considerando un crecimiento anual aproximado de 450 comunas. Estas comunas agruparan 39 mil consejos comunales donde harán vida 4 millones 680 mil familias, lo que representa 21 millones 60 mil ciudadanos. Es decir, alrededor del 68% de los venezolanos del año 2019 ―más de 30 millones  550 mil― vivirá en subsistemas de agregación de comunas”. Para llevar a cabo este objetivo, el presupuesto para el año fiscal 2013 se convierte en una herramienta muy útil, pues allí se contemplan transferencias y donaciones a los consejos comunales por un monto superior a los 105 millones de bolívares, entre otras erogaciones y fuentes de financiamiento. Además, el presupuesto del Ministerio de Comunas contempla 71,5 millones de bolívares al proyecto denominado Escuela para el Fortalecimiento del Poder Popular, que tiene como objetivo la formación de voceros y líderes comunitarios del poder popular en las áreas de ética, política, ideología, cultura y técnica para la construcción del Estado socialista.
El reto para ese sector de la sociedad venezolana que no se identifica con este proyecto político no es fácil: los objetivos han sido operacionalizados con recursos y metas claras en tiempo y en espacio, lo que hace más tangible está realidad. Más aún cuando este tipo de prácticas profundizan la relación directa entre el líder y la masa que lo apoya, agudizando a su vez el personalismo y las relaciones clientelares. Ahora más que nunca debe cobrar vigencia y sentido la concepción de la democracia como un gobierno de las mayorías con respeto hacia las minorías. Una vez más la opción es participar.
*Licenciada en Ciencias Políticas y Administrativas.
Notas:
[1] Así lo establece el artículo 6 de la ley de gestión comunitaria: “son sujetos de transferencia todas las formas de organización de base del Poder Popular, en especial: las comunas, los consejos comunales, las organizaciones socioproductivas bajo régimen de propiedad social y las nuevas formas de organización popular reconocidas por el ordenamiento jurídico vigente”. El mismo principio se encuentra a lo largo de toda la ley.
2 Vale la pena destacar que esta misma propuesta fue rechazada en el referendo constitucional de 2007, cuando se pretendían reformar los artículos 16 y 70 de la Constitución ―entre otros― para incluir estas estructuras. 

¿COMO SON LOS VENEZOLANOS?

¿Cómo son los venezolanos? (I): Una perspectiva sociológica

 
 
 
 
 
 
Rate This

Grissel Montial
Universidad del Zulia
La crisis institucional generó 5 tipos de venezolanos. Un estudio de la Ucab y LUZ reveló que 57 % creen que el control de sus vidas depende de otro y 44 % de la población no confía en instituciones formales
Natalia Sánchez, investigadora del Centro de Estudios Sociológicos de la FCES de LUZ. Foto Carlos Churio.
Natalia Sánchez, investigadora del Centro de Estudios Sociológicos de la FCES de LUZ. Foto Carlos Churio.
Comprender lo social desde una lógica interdependiente, con unas normas universales por cumplir, trabajo productivo que hacer, instituciones para respetar y oportunidades que aprovechar es un ideal de sociedad que en Venezuela no ha podido concretarse hasta ahora.
Según Natalia Sánchez, socióloga e investigadora del Centro de Estudios Sociológicos de la Universidad del Zulia y responsable en occidente del estudio sobre tipologías del venezolano —en conjunto con la Universidad Católica Andrés Bello—, el porcentaje de las personas que confía en las instituciones es apenas 44%. Lo grave de la cifra está en el hecho sociológico de que un país cuyas instituciones no tengan la confianza de sus ciudadanos y no ofrezcan las alternativas para coadyuvar en la construcción de valores, vías de ascenso legítimas y superación social, espiritual y económica está destinado a ser un país en crisis.
Es minoría el venezolano que cree que su locus de control es interno o interdependiente (43,2%), es decir, que lo que hagan y sean hoy va a influir en lo que tengan y serán dentro de 5 o 10 años.
“Si tuviéramos que seleccionar una variable para explicar esto en lo que estamos metidos es la debilidad institucional. ¿Qué es lo que hace que los referentes de valoración y los significativos sociales de la gente sean diferentes?: tu acceso a romper del mundo biográfico (lo que ves en lo inmediato, tu familia y entorno cercano) al mundo social (ver más allá desde el entendimiento) y eso solo se logra a través de las instituciones”, explica Sánchez.
En general, con motivación y con capacidades, las personas ascienden socialmente, pero las capacidades y destrezas provienen de las oportunidades, explica Sánchez: “Si las oportunidades solamente se las brinda la familia es imposible que puedan lograr tener las mediaciones institucionales que se requieren para poder pensar diferente, ser productivos e independientes”.

Tipologías del venezolano

Para efectos didácticos, el estudio Ucab-LUZ clasificó a los venezolanos en rezagados, tutelados, movilizados, integrados y desarraigados (ver infografía). Estos últimos son los que ya definitivamente se quieren ir y, ante coyunturas de crisis como la actual, aumentan en número.
Según Sánchez, para el desarraigado irse es la última opción, en realidad se quieren quedar, pero piensan que si esto sigue así “o los pueden matar al salir a la calle, o no ven aquí futuro. Entonces se quieren ir. Ahora, les arreglan una o dos cosas de las que creen que están graves y entonces no se quieren ir. Se les presenta un dilema”.
Por otro lado, 27% de los venezolanos entran en la tipología de rezagados: consideran que lo que les pasa está escrito. Su ascenso no depende de lo que haga, cree en el destino, la suerte o cualquier símbolo religioso, tienen poca confianza en las instituciones y no valoran el desempeño en sí mismo, tienden a ser fatalistas y conformistas. La frase que los define: “No te mates porque al final es el destino el que va a mandar”.

El venezolano promedio

¿Cómo es el venezolano promedio?: el que quiere “echar para adelante”, según concluye el estudio. Es el tipo de venezolano del estrato socioeconómico C (36%), los que salieron de la pobreza extrema y están “batallando como locos”; 10% de los venezolanos están en el estrato E (estos apenas sobreviven); 15% en los estratos A y B, los que han ascendido y tienen más capacidades; y 37% en el D.
Analiza Sánchez que este venezolano promedio es poco visto porque nadie lo muestra, los del estrato A-B creen que los que están en el C es porque quieren, partiendo de la idea errada de que todos los venezolanos tuvieron las mismas oportunidades y no las aprovecharon. “Somos huérfanos social y políticamente. El grupo D-E es el que peor la está pasando”, refiere.
“El venezolano cuando asciende deja lo otro atrás. Lo ignora. Tiene que haber una reconciliación entre los estratos A, B y C, porque quienes ascendieron tampoco eran nobles: se trata del venezolano que hace poco o sus ascendentes eran C, entonces no estamos muy lejos, y políticamente los estratos C-D son los que ponen y quitan presidentes en este país. Allí están los Movilizados y los Emancipados”, expone la investigadora.
Recuerda que hay muchos otros venezolanos que son un lastre en términos de pensamientos, –no como personas, aclara– que no han tenido las oportunidades y por ello tampoco las capacidades. Su propuesta apunta a hacer que esos sean cada vez menos. “¿Cómo se hace eso? Con escuelas, con educación, con instituciones que generen confianza, con policías que garanticen la seguridad y políticas económicas que nos saquen de la monoproducción y nos permitan abastecernos y tener calidad de vida”, puntualiza.

El desprecio urbano por lo rural

De acuerdo con los resultados del estudio, el país puede dividirse en una Venezuela rural, no institucionalizada, que ve solo su entorno inmediato y su mundo biográfico; y una Venezuela urbana que ignora a la otra mitad, con mejores oportunidades, más institucionalizadas y posibilidades de ascenso social.

La fantasía de la riqueza

Tal como el que se gana la lotería, el venezolano no tuvo ni tiempo de asimilarlo cuando el “boom” petrolero se lo llevó de la Venezuela campesina y agropecuaria a la Venezuela urbana, pionera y referencia en Latinoamérica en ciencia, infraestructura, medicina, con aires de modernidad. Y aunque desde la primaria los profesores advirtieron que el petróleo era un recurso no renovable, creyeron en los políticos y gobernantes que convencieron de que ahora se tenía un país rico, con un recurso natural envidiable e infinito.
“Nos convertimos en una sociedad aspiracional, soñamos con el ascenso, con el progreso, porque nos dijeron que ahora éramos ricos, que teníamos un recurso que se vende muy bien en el mercado y para el cual no había que trabajar, solo unos pocos para la extracción y exportación”, dice la socióloga de LUZ, Natalia Sánchez.
El problema de ese deseo de ascenso —distorsionado por la trampa— es que no estuvo acompañado del fortalecimiento de un tejido institucional que encaminara ese deseo por la vía de la superación honesta, trabajadora, profesionalizante y de frutos a largo plazo. Al contrario, se pensó que el ascenso está asociado al consumo, a la obtención de cosas para mostrar, porque, según Sánchez, “en los años 60 y 70, el que quería estudiar estudiaba, pero en los 80 y 90 no, quizás hasta sexto grado y ya después no. La brecha educativa allí es bastante grande. Solo en términos de cantidad ni hablemos de calidad”.
Una importante porción de los venezolanos se quedó en esa Venezuela rural desprovista de esas redes institucionales. Ese sector de la sociedad es el que ahora padece más.

El autoengaño

De acuerdo con el sociólogo y ensayista venezolano, profesor de LUZ, Miguel Ángel Campos, en entrevista publicada en LUZ Agencia de Noticias: “El venezolano sintió que dejó de ser la estrella del continente cuando la expectativa del bienestar no le llegó. Pensó que era un cuento, esa idea de que somos especiales, que tenemos lo mejor, que tenemos un origen noble, abierto, igualitario, de intercambio y que eso nos hacía diferentes. A fin de cuentas, entendió el autoengaño. De alguna manera, se reencontró con sus taras, he allí la abierta descomposición social de hoy -que va en la pérdida absoluta de la solidaridad, pasando por la violencia, la criminalidad-. Su tolerancia al crimen, por ejemplo, tiene que ver con que descubrió su verdadera constitución: es artero, taciturno, violento”.
“El venezolano es vanidoso y le gusta exhibir y se piensa que el conocimiento es para exponerlo, no para disfrutarlo, tenerlo, valorarlo, ser más eficientes y productivos… el ascenso social hay que exponerlo y hasta ahora se hace con cosas visibles”, reflexiona.
Explica Sánchez: “¿Es imputable a estos años de gobierno que consumamos más de lo que producimos? Estos han contribuido. Pero ya veníamos así desde la colonia con este resentimiento por sentirnos colonizados de tercera que debíamos igualarnos a los otros latinoamericanos ostentando”.
Sobrevivientes sociales. Esas dos palabras resumen cómo se siente la mayoría de los venezolanos en los últimos años. Una gran parte se siente huérfana políticamente, y otra descontenta porque por la vía por la que sus padres ascendieron ya no es posible hacerlo.
Campos advierte que no se trata de actualizar la educación. “Se hizo y funcionó en los 40. Ya no. Llegamos a un punto de deterioro, de extravío, se trata de olvidar todo lo que nos han enseñado, lo que hemos aprendido en una escuela informal. La escuela nunca revisó críticamente sus programas, no se ha pensado como institución mental generadora de felicidad”.

Lo que faltó

“Estamos en una sociedad que dejó de enseñar virtudes, que se hizo oportunista, economicista, que creyó, y cree que de lo que se trata es de la producción y el consumo. No tenemos ni siquiera corrección, menos virtud, si la tuviéramos, tendríamos esperanza de tener Estado de derecho. Pero como no hubo ciudadanía, no tuvimos chance de tener estado de derecho”, enfatiza el ensayista Miguel Ángel Campos.

¿Qué nos puede salvar?

Para salir de este “desencanto”, los investigadores afirman que el venezolano debe ver que al menos se están tomando medidas para disminuir los problemas que más les preocupan: la inseguridad, el alto costo de la vida, y el desempleo asociado al alto costo de la vida. Las señales de que se está arreglando eso deben ser claras y efectivas. “La gente está pasando mucho trabajo para vivir pero no tiene calidad de vida”, afirma la socióloga Natalia Sánchez.
Escoger como vía de ascenso la educación, el conocimiento y los valores amerita que haya confianza en las instituciones y éstas no han funcionado como para ganársela. Todo apunta a que se debería sobredimensionar el papel de las instituciones como las únicas para ayudar a cumplir las metas aspiracionales. Por ahora, el venezolano promedio prefiere trabajar de inmediato y buscar ascender por otras vías más rápidas.
El deseo de ascender que comparten los venezolanos sería un combustible para replantearse la sociedad que se tiene y convertirla en la que se necesita. No desde la materialización. Plantea la socióloga: “El tema de la educación es fundamental, el rol de los medios de comunicación, hacernos más productivos, apoyar los emprendimientos. Hay que quitarnos la idea de que somos un país rico porque tenemos petróleo y consumimos mucho. Los países ricos son aquellos que viven de su propia productividad y consumen menos”.
El desencanto es contagioso. Sí. Pero reencontrarse con un proyecto de país que va a ascender y a ofrecer calidad de vida también es contagioso. Los investigadores destacan que si los desarraigados, los integrados y emancipados se animan y se motivan pueden cambiar las cosas. Por otro lado, los que no saben cómo hacerlo, pero tienen ganas, seguro se contagiarán de los otros.
Se abre entonces una posibilidad de cambio. 32% de los venezolanos tiene capacidades profesionales y técnicas, y un 28,39 % se ha emancipado y es muy trabajador. Hay un deseo manifiesto de ascender y un pasado que sirve de referencia para saber que podemos estar mejor que ahora. La socióloga menciona otra condición esencial: “El venezolano tendría que volver a enamorarse de Venezuela”