Qué significa ser progresista en
materia de pensamiento?
Jorge Luis Acanda
Jorge Luis Acanda
Acanda, Jorge Luis. "¿Qué
significa ser progresista en materia de pensamiento?". En: Hacia dónde
va el pasado. El provenir de la memoria en el mundo contemporáneo.
Barcelona: Paidós. 2002. págs. s/p
El tema de este artículo me trajo de inmediato a la
memoria una película española que se exhibía en la televisión cubana durante mi
infancia. No retengo su título, pero si su argumento, que versaba sobre un
pequeño pueblito costero, en la España de los 50, al que de repente llegaba un
grupo de trabajadores forasteros encargados de construir una carretera y un
hotel para la futura arribazón de turistas, y de como el contacto con las
nuevas ideas y usos, traídos por los recién llegados, llevaba a los habitantes
de la aldea a romper los patrones tradicionales de comportamiento y
subordinación y a sacudirse el amodorramiento de su cotidianidad. De aquel
filme guardo tres recuerdos. Uno es el de la magnífica actuación de José
Isbert, que encarnaba a un aldeano cascarrabias y conservador que se oponía a
la construcción de la carretera y a lo que ella significaba. El otro es el de
una escena en la que ese personaje encarnado por Isbert discutía con aquellos
trabajadores y, buscando un adjetivo con el que insultarlos, les espetó esta
frase: “¡progresistas, que no sois más que unos progresistas!”. Y el tercero es
el de la sorpresa que me provocó que lo que para mí era (y aún sigue siendo)
una cualidad positiva fuera utilizado como insulto, algo que descalificaba a
una persona o una acción.
Como en aquel pueblito de la película, ahora
también algunos asumen en sentido peyorativo el concepto de progreso. Pero hoy
no se le enfrenta, como hacía el personaje de marras, desde el afincamiento
cerril en la tradición, sino desde los apotegmas de un sistema de
representaciones que se presenta a sí mismo como “cultura postmoderna”, y que,
junto con el de progreso, estigmatiza temas tales como totalidad, telos,
revolución, sujeto, historia. Y con ello, y por lo tanto, las aspiraciones
tradicionales del pensamiento de lograr una visión de la realidad que,
por sistematizadora, nos permitiera darle un sentido a los procesos sociales y
a las actividades de los hombres. Que permitiera comprender, aprehender,
en suma, la realidad.
Pensamiento y progreso han sido dos conceptos muy
atacados desde una conciencia filosófica “posmoderna”, aprisionada en el
sistema de un presente temporal del que parecen excluidas las categorías
narrativas del cambio, y que se ha apoyado para ello en representaciones e
imágenes de los mismos que unilateralizan la complejidad inherente al contenido
de ambas categorías. Ciertamente es válido rechazar la visión lineal y
ascendente de la historia que no pocas veces ha sido vehiculizada en la idea de
progreso, y que ha servido y sirve de coartada a la opresión y la dominación,
pero ello en modo alguno puede legitimar la omisión de la idea de “proceso”
para adoptar la de una especie de flujo nietzscheano e infinito de tiempo.
Porque precisamente la imagen de progreso implica pensar la historia como un
proceso. Desenredar la madeja de estas representaciones e imágenes que
envuelven a estas categorías tan discutidas hoy es una tarea urgente, no sólo
por las propias exigencias del quehacer teórico, sino por el modo en que
aquellas limitan la imaginación política (Jameson:18). Y sin imaginación
política no hay pensamiento capaz de rechazar la chatura opresiva del presente
y proyectar la visión de un mundo más humano.
Ante la ofensiva de un relativismo rampante, que
procura derrubiar el basamento objetivo de aquellas categorías que nos han
servido como puntos de orientación de nuestra actividad valorativa y práctica,
se patentiza con fuerza dramática la necesidad de un pensamiento que asuma la
función de denuncia de la opresión y de fundamentación de la posibilidad de un
futuro mejor. Que argumente la posibilidad del progreso no como utópica, sino
como posibilidad real. Que evite las trampas que limaron las aristas
liberadoras de pensamientos progresistas anteriores. La necesidad de responder
a la pregunta que titula este trabajo se nos presenta con renovada fuerza.
¿Cómo entonces pensar al progreso y al propio pensar?
1) Pensar el Progreso.
Progreso significa cambio, pero en sentido
positivo, de mejoramiento. La idea de progreso cobró auge a partir del siglo
XVIII, en el contexto de la lucha empeñada por la entonces joven burguesía
contra el orden clerical-feudal y por la liberación del hombre de la
supeditación al absolutismo político, la superstición religiosa y la
ignorancia.
El progreso se pensó en dos dimensiones: la
relación de los hombres con la naturaleza (la dimensión técnica) y las
relaciones de los hombres entre si (dimensión social), progreso ético de las
normas que regulan su convivencia. Se fijó como meta un tipo de conocimiento y
dominio de la naturaleza que abriera paso a una sociedad en la que reinaran los
valores de justicia, solidaridad, paz, etc. Desde un inicio se consideró que la
dimensión técnica y la social estaban indisolublemente vinculadas, y que un
cierto nivel de desarrollo de la primera era imprescindible para posibilitar la
segunda.
Se creó una situación histórica en la que se impuso
una visión del progreso que podemos catalogar de instrumental. El acento fue
puesto en la primera dimensión, y se olvidó la segunda. La idea de progreso se
encarnó en las representaciones provenientes de un tipo específico de
despliegue de la modernidad, cuyas divisas eran la racionalización, la
sistematización y la cuantificabilidad. Se creyó que el solo desarrollo
científico-técnico, la acumulación y perfeccionamiento de instrumentos para
dominar a la naturaleza, implicarían automáticamente la consecución de la
felicidad humana. La constatación de que esto no era así, y de los potenciales
efectos perversos del desarrollo tecnológico, condujo a que se pasara al otro
extremo y se satanizara el desarrollo de la técnica. Se hizo claro que en su
empeño por dominar a la naturaleza externa, el hombre había acabado por
reprimir su propia naturaleza. Sobrevino entonces el desencanto con la idea de
progreso. La lógica del desarrollo tecnológico y la del desarrollo humano
pasaron a interpretarse como independientes, y algunos incluso las entendieron
como antitéticas. Se nos quiso hacer creer que el fracaso de un modelo
civilizacional implicaba no ya su incapacidad para la concreción de un ideal,
sino más bien la insolvencia del ideal mismo. Y el término progreso fue
arrojado al baúl de los trastos aborrecibles, junto con otros conceptos tales
como sujeto, totalidad, liberación, etc.
¿Por qué se difundió y primó esa concepción
tecnologizante del progreso? Horkheimer indicó que sólo es posible la confusión
de identificar el avance técnico-económico con el progreso cuando se asumen las
posiciones de la razón instrumental. Ese tipo de razón se manifiesta en la
preponderancia de un pensamiento reificador, que se representa la realidad a
través de imágenes cosificadas, y que deforma el carácter de las relaciones
sociales al metamorfosearlas en relaciones entre cosas. El predominio de la
razón instrumental y del pensamiento reificador en estos dos últimos siglos no
es casual. La preservación de la dominación de unos hombres sobre otros no
había estado orgánicamente vinculada, en sociedades anteriores, al aumento del
dominio sobre la naturaleza. Con el surgimiento de los “tiempos modernos”, esa
conexión se torna inmanente. Ahora se necesita un dominio incrementado
sobre la naturaleza para mantener el dominio sobre los hombres. Esta necesidad
aparece con el nuevo tipo de sujeción que inauguran los procesos de
modernización capitalista. Ella se manifestó como desarrollo de la
mercantilización creciente de todas las relaciones sociales. La
universalización de la forma mercancía. Se identificó el progreso como el
avance de esta mercantilización, que sólo podía expandirse a caballo de un tipo
de desarrollo científico-técnico encaminado a la producción incesante de nuevos
instrumentos cosificados de dominación.
Pero sería unilateral representarse lo acaecido en
los dos últimos siglos, exclusivamente con los tonos monocordes de la expansión
colonizadora del tipo de racionalidad inherente a la reproducción ampliada de
la forma mercancía. Alain Touraine nos ha recordado que la modernidad ha de
entenderse como unidad de racionalización y subjetivación. La universalización
de la forma mercancía fuerza a todas las relaciones sociales a existir como
relaciones mercantiles, dominadas por la lógica de la producción ampliada de
valor. Para que ello sea posible, el individuo mismo ha de ser convertido en un
consumidor ampliado de mercancías. No solo sus necesidades, sino también su
modo de satisfacerlas y el modo de representárselas, tienen que existir como
función del consumo no de cualquier tipo de objetos o “cosas”, sino de un
objeto muy específico: la mercancía. Muy específico porque ella es producida no
para la satisfacción de necesidades que puedan considerarse “humanas”, sino -
por el contrario - para satisfacer su propia necesidad de realización y
autorreproducción. Pero la tendencia a la mercantilización de todo el sistema
de relaciones sociales lleva implícita una contratendencia. Como reza una vieja
fórmula, tan certera como injustamente olvidada hoy, ella necesita sacar a los
hombres de su existencia empírica puramente local para colocarlos en una
relación de intercambio universal entre ellos, lo que instituye a individuos
histórico-universales, empíricamente universales. Es decir, no puede evitar el
provocar un desarrollo de la subjetividad humana, de sus potencialidades,
exigencias, aspiraciones, etc. El proceso de modernización capitalista, para
mantener la reproducción ampliada del valor, tiene que generar una reproducción
ampliada de la subjetividad humana, a la vez que tiene constantemente que
intentar aprisionar a la misma y encauzarla por el estrecho carril de la
realización de la mercancía. La sempiterna realización de este trabajo de
Sísifo explica el carácter ambivalente del despliegue de la modernidad. Si nos
libramos de las visiones euro- y androcéntricas, veremos como estos dos siglos
han sido testigos también de procesos vinculados al desarrollo de la conciencia
de si de los pueblos y grupos sociales tradicionalmente reprimidos y
marginados.
La idea de progreso es demasiado importante como
para ser simplemente abandonada (Sztompka:57). Su aceptación tiene que ver con
algo tan significativo como el reconocimiento del carácter agencial del hombre,
de su papel como sujeto. Cuando surgió, esta idea era expresión de tres
momentos: inconformidad con el presente, creencia en su carácter histórico (y
por ende perfectible), y confianza en la potencialidad del ser humano para
dirigir ese cambio. No podemos renunciar a nada de ello.
Por eso es preciso abandonar la representación
tradicional e “instrumental” del progreso, basada en una concepción cosificada
de las relaciones sociales, y abrirle paso a una interpretación que por
necesidad ha de ser “relacional”. El avance de la sociedad ha de medirse
no por el crecimiento de la densidad reificada de instrumentos de dominación,
sino por la diversidad creciente de las relaciones establecidas por los hombres
con su medio (el que, por supuesto, incluye a los demás hombres), por el
desarrollo ampliado de necesidades vinculadas no a la realización de un
objeto que implica la negación y supresión de toda individualidad y de toda
originalidad (la plusvalía), sino de necesidades que impliquen el
enriquecimiento multilateral de la subjetividad humana.
La noción de progreso también implica la exigencia
de una mirada crítica al presente como algo perfectible. Se trata de un
concepto valorativo, que implica juzgar al presente. Valorar, a su vez, trae
aparejado la necesidad de resolver una cuestión inicial: desde dónde se realiza
esa crítica, desde dónde se evalúa lo que existe. Es la cuestión del Standpunkt
de la valoración crítica. Existe una posición posible: valorarlo desde un
“deber ser” apriorístico, especulativo, voluntarista. Son las posiciones de la
razón utópica, tanto de derecha como de izquierda. Las del romanticismo y los
fundamentalismos. Las limitaciones de este enfoque son conocidas. Pero existe
otra posición: valorar al presente desde él mismo. Ello no implica
“presentismo”, realismo chato. No se trata de entenderlo desde la
absolutización de su apariencia empírica, sino desde la comprensión de la
contradictoriedad de su esencia. Entender a la sociedad como resultado y
producto de la actividad humana, plasmación por tanto de sus potencialidades
positivas así como de las negativas. Por otra parte, no situándose fuera de
ella, sino dentro de esa realidad. Pero a la vez buscando un punto de alteridad
que permita sustraerse a la fuerza manipuladora y condicionante de la
reproducción de lo existente, a la fuerza de absorción de la razón
instrumental. Identificando aquellas fuerzas sociales que son producto de esta
realidad, pero que a la vez son oprimidas y ocluídas por ella.
Esto implica una consideración teórica: asumir el
carácter contradictorio de la modernidad, su ambivalencia. Remontar la
unilateralidad del diagnóstico weberiano de la modernidad como sistema
homogéneo, caja férrea que no presenta ninguna salida a la racionalización
total. Entender la existencia en lucha de varias racionalidades, de signo
contrario. Y apostar por la posibilidad de promover, con nuestra actividad, el
predominio de la racionalidad liberadora.
El uso del concepto de progreso implica, por lo
tanto, varios desafíos. De carácter tanto teórico como metodológico. Tareas a
resolver por un pensamiento no instrumental, que sea capaz de pensarse a sí
mismo para sustraerse al poder de la sistematización.
2) Pensar el pensar.
El pensamiento es una forma de actividad espiritual
que implica la producción de imágenes ideales, mediante los cuales los hombres
intentan explicarse su realidad y a ellos mismos. El pensamiento puede ser
lógico o mítico-religioso, según acuda a elementos inmanentes a la realidad
para explicarla o a elementos trascendentes a ella. El pensamiento lógico
intenta pasar de lo fenoménico a lo esencial, descubrir la legalidad interna de
los procesos, sus regularidades de funcionamiento. Busca reproducir la
racionalidad de la realidad mediante la producción de instrumentos ideales, los
que funcionan como elementos mediadores a través de los cuales los hombres se
relacionan entre si y con la realidad. Las relaciones que los hombres
establecen entre si (relaciones intersubjetivas) y las relaciones que forjan
con los objetos que los rodean (relaciones objetuales) están orgánicamente
vinculadas.. No se las puede concebir por separado, como si unas se existieran independientes
de las otras. Las relaciones entre los seres humanos son siempre relaciones
mediadas por objetos (materiales o espirituales). Las relaciones
intersubjetivas son a la vez también relaciones objetuales. Los hombres se
relacionan con la realidad en la medida en que la transforman y la producen. Y
al producir su realidad se producen a sí mismos. Crean no sólo las condiciones
materiales de su existencia, sino también su subjetividad. Las relaciones
sociales (intersubjetivas y objetuales) son relaciones de producción y
apropiación de la realidad.
El pensamiento es una forma de apropiación
espiritual de la realidad. Es preciso detenerse en el significado del concepto
de apropiación. Enrique Dussel llamó la atención a la necesidad de distinguir
entre posesión (Besitz), propiedad (Eigentum) y apropiación (Aneignung).
La “posesión” de un objeto es la relación efectiva de su uso. Es la relación
efectivo-material con la cosa. La “propiedad” es el derecho o la capacidad
subjetiva. La posesión es relación objetiva, la propiedad es relación
subjetiva. En cambio, la “apropiación” es la síntesis objetivo-subjetiva
(Dussel: 227). Es a partir de Feuerbach que este concepto pierde su connotación
estrictamente jurídica y pasa a ser utilizado como categoría filosófica para
entender la relación de interacción de los hombres con la realidad.
Entender la apropiación de la realidad por los
seres humanos solo como dominación es tener en cuenta exclusivamente un aspecto
de esa relación, verlo como un proceso unidireccional: el de la objetivación.
Los hombres interactúan con su entorno en la medida y a la vez que interactúan
entre sí. E interactúan con ella en la medida en que la producen y, al
producirla, se producen a sí mismos. El concepto apropiación apunta a
este proceso complejo de producción de la subjetividad humana. Al producir la
realidad, el hombre se apropia de ella porque la incorpora a su ser. Su
objetivación es a la vez la creación de su subjetividad (potencialidades,
capacidades, valores, ideas, metas, estados de ánimo, etc.). La apropiación de
la realidad es tanto material como espiritual. Al definir al pensamiento como
una forma de apropiación espiritual de la realidad, se está llamando la
atención a la necesidad de reflexionar la interacción entre objetivación y
subjetivación.
Kant abrió una nueva época en la filosofía al
destacar la necesidad de que el pensamiento se piense a sí mismo. Fundó la
teoría crítica al destacar la necesidad de reflexionar sobre las condiciones
objetivas de la actividad pensante, y entender aquellas como inherentes a esta,
y no como algo externo. A Hegel debemos no sólo la superación del apriorismo
kantiano en la interpretación de ese condicionamiento y su afirmación del
carácter histórico del mismo, sino también la fundamentación de la necesidad de
comprender la totalidad de los modos de objetivación de los individuos para
poder comprender las formas de su subjetividad (entre ellas, el pensamiento).
Marx continuó el programa crítico al destacar al carácter no sólo histórico
sino también social del condicionamiento objetivo de la actividad subjetiva. El
pensamiento ha de ser crítico, ha de pensarse a sí mismo, lo que significa
pensar sus condiciones de posibilidad. Y ello implica pensar la realidad social
de la que es parte constituyente. Un pensar crítico busca descubrir los
factores que condicionan el proceso de objetivación de los sujetos y sus formas
de subjetividad. Es decir, los factores que condicionan el modo de apropiación
(material y espiritual) de la realidad, y la interrelación entre
estos.
Pensar al pensamiento y pensar la realidad
constituyen por lo tanto dos momentos de un mismo proceso. El pensamiento ha de
ser autorreflexivo para captar su racionalidad, la cual a su vez está
condicionada por la racionalidad de la realidad social de la que aquel es
elemento constituyente. Pero en la realidad no existe una sola racionalidad,
sino distintas racionalidades. Se ha de pensar como se relacionan estas
racionalidades diversas, y cómo y por qué se articulan de un determinado modo
que expresa la hegemonía de una sobre las demás. Pensarlas en sistema, en su
interacción. Y ello a su vez exige evaluar esa interacción, establecer un
criterio para juzgar las características y los efectos del modo específico en
que esas racionalidades se articulan, en una relación de integración o de
supeditación entre si.
El pensar crítico ha de ser también, en
consecuencia, totalizador. Pero no sólo en el sentido hegeliano, de una
reflexión que tome como principio la necesidad del análisis de las relaciones
entre el todo y la parte, que apunte a trazar el mapa de la compleja
interacción entre las distintas racionalidades presentes en una realidad, sino
también totalizador en el sentido lukacsiano, de afirmar la interpenetración de
lo objetivo y lo subjetivo, la dimensión subjetiva de la objetividad existente.
Para romper el embrujo de las formas fetichistas de objetividad y desgarrar el
velo de su coseidad, se precisa captar la inteligibilidad de un objeto
partiendo de su función en la totalidad determinada en la cual funciona
(Lukacs:47 y ss.).
3) Un pensar progresista.
El carácter progresista de un pensamiento ha de
medirse por el modo en que realiza su labor de análisis crítico y
totalizador. Por el modo en que piensa la realidad y su relación con esta. Y
por la finalidad de su reflexión.
Entre otras implicaciones, esto significa también
tener en cuenta el imperativo foucaltiano de pensar la relación saber/poder:
cómo el poder condiciona al saber y al pensar. El propósito no puede ser la
utopía de sacudirse ese condicionamiento, sino el de reflexionar sobre la
legitimidad de ese poder específico en cuestión (Foucault:131). Si ese poder
condiciona o no, posibilita o no, una apropiación humana de la realidad. El
recurso al concepto de “humano” no implica la idea especulativa de retorno a
una esencia prístina perdida, sino la concepción de una apropiación de la
realidad puesta en función no de la reproducción de un objeto animado de una
racionalidad hostil al hombre, sino del despliegue de su subjetividad. Aquí por
“humana” se entiende liberadora. ¿Cómo evaluar ese modo de apropiación de la
realidad que es causa y consecuencia del poder existente? La piedra de toque
del carácter progresista de un pensamiento está en el modo en que piensa al
poder y su relación con este.
Ya hemos visto que la modernidad significó, entre
otras cosas, un cambio en la dinámica de la reproducción del poder. De la
dialéctica de la conservación y el cambio. En las sociedades pre-modernas, para
que se conservara el poder no podía cambiar nada. La más pequeña transformación
implicaba el derrumbe de toda la pirámide social. El desarrollo de la
modernización mercantilizante llevó a su forma extrema al gatopardismo. Si en
aquella obra uno de sus personajes explicaba que “había que cambiar algo para
que no cambiara nada”, ahora se puede afirmar que la divisa del poder parece
rezar así: hay que cambiarlo todo para que no cambie nada. Pero ese “todo”
encierra una excepción: la esencia misma de ese poder, cuya razón de ser está
en el predominio de la forma mercancía. Los viejos objetos de poder, las
antiguas representaciones cristalizadas en imágenes que preservaban la
asimetría de las relaciones interhumanas (nación, raza, etnia, religión,
tradición), pueden y han de ser arrumbadas ahora como trastos inservibles por
un nuevo poder, que cifra el secreto de su conservación en su capacidad de
incesante enmascaramiento y cambio fenoménico. Nuevas y más complejas formas de
reificación de la realidad acompañan y tributan a la nueva dominación. El
pensamiento progresista ha de ser descosificador. Ha de develar la peculiar
dimensión cultural de la hegemonía del poder contemporáneo. Desde hace dos
siglos, y en forma creciente, nos enfrentamos a los desafíos emanados de la
capacidad de metamórfosis del poder. Nunca mejor empleada esa palabra. Mas allá
de sus formas empíricas de presentarse, su esencia sigue inalterable.
Ni cualquier cambio es progresivo, ni cualquier
conservación ha de entenderse como reaccionaria. Pero la constatación de esta
situación no autoriza relativismos extremos. Hoy como ayer, el conservadurismo
significa el deseo de preservar un modo (históricamente determinado) de
existencia del poder y de apropiación de la realidad basado en la
instrumentalización del individuo y en la asimetría de las relaciones
interpersonales. Tampoco todo deseo de cambio y renovación es negativo. Por eso
se equivocan quienes intentan enfrentar la creciente enajenación capitalista
atrincherándose en el fundamentalismo de formas de enajenación pre-modernas,
ellas también opresivas y emasculadoras del florecimiento de la subjetividad.
Como ha demostrado la historia más reciente, al totalitarismo del mercado no se
le puede enfrentar con el totalitarismo del Estado, la nación o la religión.
Un pensamiento progresista ha de ser
contrahegemónico. No basta sólo con que busque formas de resistencia, sino que
tiene que proponer alternativas válidas, por imaginativas y creadoras, en un
mundo en el que el cambio no es una opción sino una exigencia. No adopta una actitud
nihilista ante la modernidad o las aspiraciones ilustradas, sino que busca
tomar como inspiración el carácter dialéctico de la experiencia de la
modernidad y la Ilustración (Reyes Mate: 12). No rechaza su herencia, sino que
pretende asumirla, invocando a la experiencia, asumiendo un sentido en la
historia. No como teleología, sino como lucha, en la que se ha elaborado y
acumulado un irrenunciable patrimonio común a todo hombre.
Pensamiento crítico, totalizador, descosificador,
antihegemónico. Aristas distintas pero orgánicamente presupuestas que califican
la voluntad de ser progresista en materia de pensamiento. Todo ello para
indicar que ha de ser un pensamiento humanista y radical. O radicalmente
humanista. Lo que tal vez no sea más que una redundancia, por aquello de que
ser radical significa ir a la raíz, y la raíz es el hombre mismo. Pero una
redundancia necesaria, pues al asumir la subjetividad como intersubjetividad,
cifra su vocación progresista en una motivación liberadora, entendida esta como
afán para descifrar las claves que promuevan la autoconstitución como sujetos
de los individuos.
Bibliografía.
- Dussel, Enrique. La producción teórica de
Marx. Siglo XXI editores, México, 1985.
- Foucault, Michel. Power/Knowledge.
Pantheon Books, New York, 1980.
- Jameson, Fredric. “El marxismo realmente
existente”, en: Revista Casa de Las Américas, nr. 211, abril-junio 1998, La
Habana.
- Lukacs, Georg. Historia y conciencia de clase. Editorial
Ciencias Sociales, La Habana, 1971.
- Reyes Mate, Manuel. La razón de los vencidos.
Editorial Anthropos, Madrid, 1991.
- Sztompka, Piotr. Sociología del cambio social.
Alianza Editorial, Madrid, 1993.
- Touraine, Alain. Crítica de la Modernidad. Ediciones
Temas de Hoy, Madrid, 1993.