blog sobre aspectos sociales, políticos y educativos de America Latina y el Caribe
sábado, 8 de junio de 2013
LOS "CAMARADAS" DE COREA DEL NORTE.
Los "Camaradas" de Corea del Norte
Victor Hugo D Paola
Sábado, 8 de junio de 2013
Foto: Google
El Embajador de Venezuela en Naciones Unidas es Jorge Valero, quien durante varios años fue Embajador del Presidente Caldera en Corea del Sur. En ese entonces se mostraba admirado del poderoso desarrollo tecnológico, del progreso económico y social de Corea del Sur, criticaba la dictadura militar de Corea del Norte, la persecusión ideológica y se burlaba de la Doctrina Zuche, engendro teórico -mezcla de estalinismo con confucianismo- inventado por Kin Il Sung para justificar el aislamiento y la dictadura que aplicaba sobre su pueblo. No resulta extraña esta posición de Venezuela en Naciones Unidas, es la linea del gobierno de Chávez.
La prensa chavista, voceros del régimen del presidente desaparecido y ahora de Maduro, tienen también una linea de condena a los Estados Unidos y Corea del Sur y de defensa de Corea del Norte. Son los amados camaradas del chavismo.
Barbara Demick fue durante varios años corresponsal de Los Angeles Times para las dos Coreas, tiene un libro revelador de la barbarie que se vive en Corea del Norte. Se llama "Querido Líder", así estaban obligados los coreanos al referirse a Kim Jong Il, el heredero de Kim Il Sung y padre del actual tirano Kim Jong Um, también heredero en la dinastía. Varias visitas a Corea del Norte y diversas entrevistas a disidentes y exiliados le revelaron a esta periodista el infierno para sus habitantes que es Corea del Norte.
Pocas veces hay electricidad, no hay televisión sino la oficial, no se puede leer. No se consiguen libros editados en el extranjero,a quien le consiguieran alguno, sería castigado severamente con prisiones. El internet no se conoce, esta absolutamente prohibido. Mientras Corea del Sur es una democracia, la decimotercera potencia económica del mundo, la otra Corea, la que el chavismo defiende, sufre hambrunas terribles como la de los años 1990, cuando murieron de hambre dos millones de personas. La ayuda de alimentos que recibieron (¡que paradoja!) fue de Estados Unidos, la otra Corea y Naciones Unidas. Es un pueblo subalimentado, donde solo vive bien la élite militar, la gerentocracia militar que lo controla todo, bajo la vigilancia del "presidente eterno" Kim Il Sung. Estatuas suyas por doquier, cada edificación debe tener en la fachada un retrato de Kim del mismo tamaño del edificio. El culto a la personalidad del primero de la dinastía, continuado por el "Querido líder" y ahora por su nieto que parece no estar en sus cabales por sus planes guerreristas.
En Corea del Norte está prohibido tener un automóvil, tampoco nadie lo puede adquirir. Si una pareja de enamorados se besa en público, puede ser condenada a dos meses de prisión. Para contraer matrimonio una pareja debe hacerlo ante una de las 34.000 gigantescas estatuas de Kim Il Sung, de lo contrario el matrimonio no es válido. No hay comunicación con los familiares de la otra Corea; cartas, telegramas, correo electrónico están prohibidos. A lo largo del Paralelo 38 hay una frontera de muros, de alambre de espino, de minas terrestres, que nadie puede pasar. Pese al hambre generalizada se les prohibió a los campesinos cultivar sus propias pequeñas parcelas. La fuerza armada es la mayor organización del país, el 20% de los hombres debe pertenecer al ejército. Éste es un monstruo que consume las pocas materias primas producidas en el país. Tiene un millón de efectivos, el cuarto más grande del planeta. El presupuesto militar consume la mayoría de los recursos. En las calles se repite el eslogan: "el ejército es lo primero". Kim Il Sung era dios, Kim Jong Il era el hijo de dios y hoy, Kim Jong Um es el nieto de Dios. El gobierno de Pyongyan es un anacronismo que sin embargo obtiene el respaldo del gobierno venezolano.
viernes, 7 de junio de 2013
EL "PROGRESO": ¿ Y COMO SE COME ESO?
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El "progreso": ¿y cómo se come eso?
ANGEL OROPEZA |
miércoles 26 de septiembre de 2012 12:00 AM
La complejidad de la realidad actual venezolana y de sus problemas, así como la diversidad y multiplicidad de las soluciones y opciones de respuesta, no encaja ya en la simplicidad topográfica de la vieja dimensión horizontal, plana, de "derecha vs izquierda". Es necesario migrar a una clasificación más útil y moderna, y es aquí donde surge como alternativa la dimensión vertical de "progresismo vs retrogradismo" (no importa que éste haga énfasis en el Mercado o en el Estado), o, más fácil todavía, la distinción entre "políticas de progreso" vs "políticas de atraso".
El progresismo es un concepto dinámico, recogido en varios libros de teoría y tendencias contemporáneas de pensamiento, y surge como antagónico a las posiciones políticas y económicas conservadoras. Históricamente, cobra fuerza tras la caída del Muro de Berlín y las llamadas "crisis de las ideologías" a finales de los años 80 del siglo pasado, ante la necesidad de superar el agotamiento de los enfoques tradicionales y excluyentes de las izquierdas y derechas radicales. Tiene una vocación profundamente reivindicativa y su desarrollo implica vincularse de forma inequívoca del lado de las necesidades de las mayorías más necesitadas. Entre sus exponentes más conocidos se encuentran Anthony Giddens, Roberto Mangabeira, y el economista indio Amartya Sen, premio Nobel de Economía en 1998.
El progresismo moderno ha comprendido que para hacer posible las aspiraciones colectivas es necesario preservar y proteger el ámbito de lo individual. Las responsabilidades colectivas pasan por el respeto de los derechos individuales; pero sin un progreso para todos, en colectivo, las libertades individuales nunca estarán garantizadas. En este sentido asume, de manera integral, que ambas esferas de la vida, la individual y la colectiva, son complementarias, inalienables y mutuamente dependientes.
Desde el punto de vista del ejercicio del poder, el progresismo esgrime que la función principal del Estado es ofrecer las oportunidades y herramientas necesarias para que la persona desarrolle al máximo las capacidades con las que nace y mejore así sus condiciones originales de vida. El progresismo sostiene que nadie esté determinado de antemano por el lugar o la condición en la que nació, sino que pueda disponer de los instrumentos y recursos que la sociedad posee para explotar sus potencialidades como persona y como ser social.
Dado este compromiso indeclinable y principista con las mayorías, el progresismo constituye la negación más rotunda de los liderazgos vitalicios y de los derechos adquiridos, transformados en privilegios para unos pocos. Es por ello que, frente a esta propuesta política de colocar al progreso como eje de la actividad del Estado, la defensa de posturas ideológicamente muy precarias, como la del "socialismo del siglo XXI", es realmente una actitud conservadora, que defiende el status quo y los privilegios de quienes detentan el poder en nombre de una concepción interesadamente abstracta y gaseosa de "pueblo". Para el progreso, el pueblo no es una entelequia sólo útil para adornar los discursos y legitimar los apetitos de poder: por el contrario, el pueblo es la suma de personas concretas, con aspiraciones, demandas y exigencias cambiantes, no estáticas, con quienes se debe trabajar coordinadamente con los responsables de gobierno, mediante el traspaso de recursos, el empoderamiento y la organización popular, para así afrontar juntos la solución de sus problemas, sin ningún tipo de exclusión por razones de simpatía o credo político.
Desde el plano ideológico, en la propuesta progresista para Venezuela prevalece el pluralismo de ideas, porque sus acciones apuntan hacia valores e intereses generales, la igualdad, la justicia, la libertad, y no a la confrontación política reduccionista y generadora de violencia de la lucha de clases.
La propuesta de progreso, en síntesis, es un proyecto fundamental y esencialmente humanista y liberador, centrado en la persona, no en el Estado ni en Mercado, sino en lo que de ambos es necesario para el objetivo de construir caminos de superación popular en libertad y justicia.
El progresismo es un concepto dinámico, recogido en varios libros de teoría y tendencias contemporáneas de pensamiento, y surge como antagónico a las posiciones políticas y económicas conservadoras. Históricamente, cobra fuerza tras la caída del Muro de Berlín y las llamadas "crisis de las ideologías" a finales de los años 80 del siglo pasado, ante la necesidad de superar el agotamiento de los enfoques tradicionales y excluyentes de las izquierdas y derechas radicales. Tiene una vocación profundamente reivindicativa y su desarrollo implica vincularse de forma inequívoca del lado de las necesidades de las mayorías más necesitadas. Entre sus exponentes más conocidos se encuentran Anthony Giddens, Roberto Mangabeira, y el economista indio Amartya Sen, premio Nobel de Economía en 1998.
El progresismo moderno ha comprendido que para hacer posible las aspiraciones colectivas es necesario preservar y proteger el ámbito de lo individual. Las responsabilidades colectivas pasan por el respeto de los derechos individuales; pero sin un progreso para todos, en colectivo, las libertades individuales nunca estarán garantizadas. En este sentido asume, de manera integral, que ambas esferas de la vida, la individual y la colectiva, son complementarias, inalienables y mutuamente dependientes.
Desde el punto de vista del ejercicio del poder, el progresismo esgrime que la función principal del Estado es ofrecer las oportunidades y herramientas necesarias para que la persona desarrolle al máximo las capacidades con las que nace y mejore así sus condiciones originales de vida. El progresismo sostiene que nadie esté determinado de antemano por el lugar o la condición en la que nació, sino que pueda disponer de los instrumentos y recursos que la sociedad posee para explotar sus potencialidades como persona y como ser social.
Dado este compromiso indeclinable y principista con las mayorías, el progresismo constituye la negación más rotunda de los liderazgos vitalicios y de los derechos adquiridos, transformados en privilegios para unos pocos. Es por ello que, frente a esta propuesta política de colocar al progreso como eje de la actividad del Estado, la defensa de posturas ideológicamente muy precarias, como la del "socialismo del siglo XXI", es realmente una actitud conservadora, que defiende el status quo y los privilegios de quienes detentan el poder en nombre de una concepción interesadamente abstracta y gaseosa de "pueblo". Para el progreso, el pueblo no es una entelequia sólo útil para adornar los discursos y legitimar los apetitos de poder: por el contrario, el pueblo es la suma de personas concretas, con aspiraciones, demandas y exigencias cambiantes, no estáticas, con quienes se debe trabajar coordinadamente con los responsables de gobierno, mediante el traspaso de recursos, el empoderamiento y la organización popular, para así afrontar juntos la solución de sus problemas, sin ningún tipo de exclusión por razones de simpatía o credo político.
Desde el plano ideológico, en la propuesta progresista para Venezuela prevalece el pluralismo de ideas, porque sus acciones apuntan hacia valores e intereses generales, la igualdad, la justicia, la libertad, y no a la confrontación política reduccionista y generadora de violencia de la lucha de clases.
La propuesta de progreso, en síntesis, es un proyecto fundamental y esencialmente humanista y liberador, centrado en la persona, no en el Estado ni en Mercado, sino en lo que de ambos es necesario para el objetivo de construir caminos de superación popular en libertad y justicia.
PROGRESO Y PROGRESISMO
1
avanzamos en algo. Sostenemos, por
ejemplo, que “estamos progresando” cuando
queremos informar que hemos dado un paso
hacia adelante en un proyecto que tenemos
en curso, en una iniciativa que habíamos
iniciado, en un plan que queremos llevar
a cabo. O, para felicitar a alguien que está
haciendo un esfuerzo y ha logrado resultados,
recurrimos a la fórmula: “muy bien, ya vas
progresando”. Incluso utilizamos la expresión
en tono de afecto para celebrar los logros
alcanzado por alguien en el aprendizaje de
una actividad que requiere destreza física:
“muy bien, muchacho, sigue así que estás
progresando”. O, ante una enfermedad, se
celebra la mejoría del paciente con la frase
“venturosamente está progresando”. En
todos estos casos la idea –el concepto- de
progreso tiene un significado positivo. Nos
anuncia que vamos avanzando y, al mismo
tiempo, mejorando.
De alguna manera, al hablar de progreso,
en efecto, anunciamos la existencia de una
meta a la que nos vamos acercando. Y, en
esa medida, damos cuenta de la existencia
de un cambio, de una transformación, que
identificamos con la idea de progreso.
En sentido contrario lamentamos las
parálisis o, de plano, los retrocesos. Cuando
emprendemos un proyecto y las cosas no
salen como esperábamos tenemos que
reconocer que “no estamos progresando”.
Es decir, que seguimos en el mismo lugar
en el que iniciamos o, en su defecto -peor
aún-, que vamos hacia atrás. El retroceso,
entonces, en esta primera aproximación
al concepto, constituye la negación del
progreso. De nueva cuenta, en principio,
la idea de progresar tiene una valoración
positiva, optimista. Y, en sentido contrario, el
estancamiento y el retroceso se consideran
un fracaso, una derrota. Progresamos porque
avanzamos mejorando; porque no estamos
paralizados, porque no vamos de regreso.
Conservadurismo y reacción son, entonces,
ideas que se contraponen diametralmente
con el sentido transformador del progreso.
Un progresista es alguien que se
compromete con el cambio y que asume el
reto de emprender las transformaciones
que pueden mejorar su vida y su entorno.
Un conservador, en cambio, es el que no
quiere que las cosas cambien, que apuesta
por el estancamiento, por la parálisis. Un
reaccionario va más lejos que el conservador
y quiere emprender el camino de regreso,
llevarnos al pasado.
Progresar, progresismo y progresista, en
esta primera aproximación general a la idea,
son conceptos que se orientan y apuestan por
el futuro. Su brújula no es necesariamente
el optimismo ingenuo pero sí, como diría
Norberto Bobbio, el realismo insatisfecho. Es
decir alguien que adopta una actitud objetiva
frente a la realidad pero que no se conforma
con la misma.
Progreso y Progresismo
Pedro Salazar Ugarte
I.
2
En el ámbito de la política y del pensamiento
social, la idea del progreso –así como sus
contrarios: reacción, regresión- tiene una
larga historia. Y, aunque su significado ha
variado con el paso del tiempo, por lo general,
siempre ha estado asociado con las ideas de
adelantamiento, de perfeccionamiento, de
avance civilizatorio. La idea de progresar, tal
como ya hemos advertido, se ha identificado
con la idea de transformación emancipatoria.
Y ha sido una idea asociada con la biografía
de las personas –de individuos concretos- o
con la historia de grupos sociales –estados,
civilizaciones, culturas- e, incluso, con el
devenir de la humanidad en su conjunto.
“Juan ha progresado mucho desde la
última vez que lo vimos” es una frase que
indica que ese individuo ha mejorado en
algo con el paso del tiempo. La misma lógica
se encuentra detrás de la siguiente idea:
“México progresó mucho en los últimos
tiempos”. En ambos casos queremos indicar
que hemos constatado cambios positivos en
la persona o en el país en un determinado
lapso de tiempo. En este sentido, de nuevo,
la idea de progresar está asociada con
valoraciones positivas. Pensamos que
Juan ha progresado porqué está mejor que
antes; decimos que México progresó porque
cambió positivamente. Esa asociación –casi
intuitiva- entre progreso y evolución ha
acompañado a la idea desde sus orígenes
y, aunque no debe darse por descontada,
confirma la vocación emancipadora que
inspira al pensamiento progresista.
A nosotros nos interesa, sobre todo, la idea de
progreso asociada con las transformaciones
sociales. Si lo que queremos es entender
qué significa ser progresista en política
necesitamos comprender qué significa el
progreso en términos de cambio social. Lo que
buscamos son las coordenadas que permitan
identificar al progresismo en el ámbito de las
relaciones políticas y sociales. Es decir, en
el ámbito de la convivencia entre personas,
ciudadanos y autoridades. Y ello supone contar
con un parámetro –con un horizonte- que nos
permita valorar cuándo los cambios sociales
pueden considerarse un signo del progreso
y cuando no. En ese sentido el progresismo
en política necesita contar con un proyecto
de sociedad justa que sirva como parámetro
para valorar, precisamente, el progreso
representado por las acciones individuales
y colectivas. Sin ese proyecto programático
el progresismo pierde su brújula y se corre
el riesgo de confundir cualquier cambio con
un signo de progreso. Nada más equivocado:
el cambio por el cambio no constituye en sí
mismo una transformación progresista.
El progresismo en política necesita un
horizonte. Sin un proyecto programático bien
definido es imposible medir el progreso de
una sociedad. El pensador progresista, la
política progresista, el ciudadano progresista,
la persona progresista –sino quiere ser un
mero bufón del cambio- debe conocer ese
proyecto y usarlo como medida del progreso.
Identificar cuál es ese proyecto es la primera
tarea, ineludible, para un proyecto progresista.
Podemos, por ejemplo, medir el progreso
social en términos de bienestar o de felicidad.
Pero también podemos hacerlo en términos de
justicia, de cultura, de riqueza, de capacidad
militar, etcétera. En este sentido el progreso
es una idea vacía que necesita asociarse,
ineludiblemente, con otras ideas. El progreso,
por decirlo de alguna manera, es un concepto
II.
III.
3
dependiente: lo que consideramos como una
meta positiva nos servirá para indicar cuándo
hemos progresado o cuando, por el contrario,
hemos retrocedido. Y esto nos complica
las cosas porque es posible que lo que a
algunos nos parezca valioso no les resulte
igualmente deseable a otros y viceversa. O,
para decirlo de otra manera, no existe un
solo proyecto progresista ni una sola idea de
progreso. En realidad existen tantas como
proyectos políticos podamos imaginar. Salvo
los proyectos conservadores o reaccionarios,
todo aquel proyecto que proponga un cambio,
un adelantamiento en algo, en principio, podrá
ostentarse como un proyecto progresista. De
hecho, aunque resulte paradójico, alguien que
se propone emprender un cambio regresivo,
en la medida en la que lo logra, al caminar
hacia atrás, progresa. En esta dimensión, la
idea de progreso es un recipiente vacío.
Por ejemplo, un cambio que produzca
únicamente riqueza material será una prueba
de indiscutible progreso para algunos, sin
importar que esa riqueza esté concentrada
en las manos de unos pocos y sin reparar en
la forma en la que fue adquirida. Y lo mismo
vale para las transformaciones tecnológicas o
científicas. Para muchos éstas son una prueba
irrebatible del progreso de la humanidad. Y la
verdad es que la historia nos ha demostrado
que ni la riqueza material por sí sola, ni los
logros en el ámbito científico y tecnológico en
sí mismos merecen siempre celebrarse. No
al menos si dotamos a la idea de progreso
de un contenido moral y colocamos a las
personas –a su dignidad y a su autonomía- en
el centro de la ecuación. Con este parámetro
como medida las cosas cambian y, ni la
riqueza material, ni los avances científicos
y tecnológicos, constituyen por sí solos
signos del progreso. La valoración positiva
de los procesos que produjeron la riqueza y
de los resultados de las transformaciones
científicas y tecnológicas dependerá de
que éstos contribuyan a mejorar la vida de
las personas, a potenciar su autonomía y a
dignificar las condiciones de su existencia.
Durante mucho tiempo se pensó que el
progreso científico y el progreso moral de la
humanidad iban inevitablemente de la mano.
Esa idea marcó al pensamiento ilustrado
por lo menos desde la obra de uno de sus
promotores más destacados: Emanuel Kant.
Con una buena dosis de optimismo (y algo
de ingenuidad) muchos filósofos y políticos
durante décadas pensaron que el destino
de la humanidad estaría marcado por un
venturoso matrimonio entre los avances
científicos y tecnológicos con la emancipación
social y moral –entendida como la liberación
de la subordinación y de la dependencia de
las necesidades, las desigualdades, etc.- de
los seres humanos. La idea de progreso en
ese contexto tenía un contenido ampliamente
aceptado y no era objeto de mayores
controversias. Y, sin embargo, tristemente,
la vinculación entre el progreso tecnológico y
científico y el progreso moral de la humanidad
fue desmentida por la historia. Al menos
desde la primera guerra mundial y, sobre
todo, durante la segunda guerra, quedó claro
que el progreso en el ámbito de la tecnología
y de la ciencia no necesariamente se alineaba
con el progreso moral de la humanidad. Los
horrores de esos acontecimientos históricos,
junto con muchas otras cosas, hicieron añicos
la idea de progreso (y la fe en el mismo).
Si colocamos a la idea del progreso moral
como parámetro y la dotamos de un contenido
simple pero exigente -la generación de las
condiciones reales que permitan a los seres
4
humanos vivir una vida digna y autónoma-,
entonces, tenemos que el progreso científico y
tecnológico (así como el progreso material) se
encuentran condicionados. Solamente serán
un verdadero progreso cuando abonen en el
terreno de la emancipación social y moral de
la humanidad. Una emancipación, conviene
decirlo de inmediato, que debe tener un
sentido práctico y real y no sólo teórico o ideal.
En ese sentido es un hecho que el progreso
científico y tecnológico puede coincidir con
el progreso moral –basta con pensar en el
impacto positivo para la calidad de vida de
los seres humanos que puede derivarse de
los avances en el campo de la medicinapero
lo cierto es que, entre ambos, no existe
una vinculación necesaria ni una relación de
reforzamiento recíproco en automático. Así
como podemos celebrar el descubrimiento
de la penicilina o la llegada del hombre a la
luna; lamentablemente también tenemos que
hacer cuentas con el holocausto o las bombas
atómicas en Hiroshima y Nagasaky. Por citar
solamente un par de lugares comunes en
cada rubro.
El progreso moral –entendido como el
avance hacia una sociedad más justa en la
que las personas puedan vivir una vida digna
y autónoma- constituye un parámetro para
valorar los méritos del progreso científico y
tecnológico y no al revés. Sólo así podremos
decir que la ciencia y la tecnología se
encuentran al servicio del hombre.
El pensamiento progresista no defiende (o
celebra) el cambio por el cambio mismo. O,
con otras palabras, ser progresista no significa
aplaudir cualquier transformación por el
sólo hecho de que ésta haya ocurrido. Para
valorar si un cambio o una transformación
son positivos –si constituyen un progresodebemos
tener presente el horizonte hacia el
que están dirigidos. De lo contrario podemos
caer en la trampa de pensar que cualquier
transformación por sí misma constituye un
signo de progreso. En esa dimensión la idea
misma de progreso carece de utilidad. ¿De
qué me sirve un concepto que puede llenarse
con cualquier contenido?
Para evitar que ello suceda y para que
tenga sentido utilizar la idea de progreso
como una bandera política es necesario
trazar las coordenadas del horizonte que
nos proponemos alcanzar. Sin un proyecto
de sociedad justa el progresismo pierde
su rumbo. Y ese proyecto debe tener una
vocación transformadora de la realidad
concreta en la que viven los seres humanos
y no sólo una proyección teórica. Con otras
palabras: debe ser un proyecto realizable y no
un ideal inalcanzable. El eje de ese proyecto
emancipador -como nos ha enseñado Amartya
Sen- deben ser las personas concretas que
viven en el mundo real. Así de simple y así de
claro. Y el cometido de ese proyecto debe estar
compuesto por las ideas, acciones, políticas,
etcétera, que sirvan para dotar a esos seres
humanos de las condiciones necesarias para
desplegar su plan de vida en condiciones
dignas y autónomas. En ese sentido el proyecto
progresista debe ser el de una sociedad justa
(o, como la han denominado algunos filósofos
contemporáneos, una sociedad “decente”; no
en un sentido moral sino social: una sociedad
cohesionada, incluyente e igualitaria) en el
que todas las personas –sin discriminacionespuedan
proponerse un plan de vida e intentar
llevarlo a cabo. De esta manera, con este
ambicioso proyecto como horizonte, será
posible contar con un parámetro para medir
IV.
5
cuándo una decisión, una acción, un desarrollo
tecnológico, etcétera, en realidad, abonan en
el terreno del progresismo y cuando no.
El pensamiento progresista, en síntesis,
debe estar comprometido con un proyecto
de sociedad decente. El contenido de ese
proyecto será el parámetro del progreso.
En 1969, la Asamblea General de las
Naciones Unidas, en su resolución 2542 (XXIV),
adoptó una Declaración sobre el Progreso y
el Desarrollo Social. Con la misma, de alguna
manera, trazó las coordenadas ideales de
lo que puede considerarse legítimamente
como progreso en el mundo actual. En ese
texto, de hecho, encontramos conceptos
que constituyen las metas del progreso y
que, en esa medida, trazan las coordenadas
de una sociedad justa. Derechos humanos,
libertades fundamentales, paz y justicia social,
básicamente, se erigen como las directrices
del pensamiento legítimamente progresista.
Se trata de conceptos con un significado
filosófico, jurídico y social que abreva de
la tradición del pensamiento ilustrado. Su
punto de partida es el reconocimiento y la
defensa del valor de las personas como seres
autónomos y dignos que merecen respeto.
La Declaración de la ONU es clara al
respecto: “el progreso social y el desarrollo
en lo social se fundan en el respeto de la
dignidad y el valor de la persona humana
y deben asegurar la promoción de los
derechos humanos y la justicia social”
(Art. 2). Así las cosas, en consonancia con
lo que se ha venido sosteniendo, aunque
se reconoce que “la ciencia y la tecnología
pueden aportar a la satisfacción de las
necesidades comunes de la humanidad”,
en el mismo documento se advierte que “…
la tarea primordial de todos los Estados y
todas las organizaciones internacionales
es eliminar de la vida de las sociedades los
obstáculos y los males que entorpecen el
progreso social, en particular males como
la desigualdad, la explotación, la guerra, el
colonialismo y el racismo”. De esta manera,
a la vez que se trazan las coordenadas del
progreso social, se advierten los males que
constituyen retrocesos.
De hecho, la propia Declaración va
indicando signos deseables de progreso
social: la derrota de las discriminaciones, la
ampliación de las libertades, la eliminación
de la desigualdad y la explotación, la
eliminación del hambre y la desnutrición,
la protección y la dignificación del trabajo,
el combate del analfabetismo, etcétera.
Estos objetivos –que se erigen como
banderas del pensamiento progresista-,
si los observamos con atención, no son
otra cosa que los derechos humanos o
fundamentales de las personas que el
constitucionalismo democrático se ha
propuesto defender. Derechos que, en su
conjunto, constituyen una agenda muy
ambiciosa y que un filósofo como Norberto
Bobbio consideró, precisamente, como el
único signum prognosticum –como la única
señal optimista- de nuestro tiempo.
Para Bobbio, en efecto, los derechos
humanos, la democracia y la paz eran tres
momentos de un solo movimiento histórico
que, en su orientación y sentido, podríamos
llamar la senda del progreso. O, para los fines
que nos interesan, que podríamos identificar
como la agenda del progresismo.
V.
6
Hemos encontrado el horizonte ideal hacia
el que apunta el pensamiento progresista: el
reconocimiento efectivo de una agenda amplia
de derechos fundamentales para todas las
personas. Se dice fácil pero no lo es. Colocar a
los derechos como horizonte ideal de progreso
supone, para empezar, un fuerte compromiso
con la idea de igualdad: todas y todos
somos igualmente titulares de un conjunto
de derechos humanos o fundamentales.
Ello sin importar nuestro sexo, raza, etnia,
preferencias (de todo tipo), religión (o no
religión), etcétera. En ese sentido, la agenda
de los derechos, en sí misma es una agenda
contra las discriminaciones y contra los
prejuicios. El progresismo, en este sentido,
empata perfectamente con los movimientos
sociales y políticos de izquierda que han
combatido por ampliar la base de igualdad en
derechos. El progresismo, de hecho, ante todo
es un movimiento igualitario que se coloca
del lado de los más débiles para enfrentar
y derrotar a las situaciones de privilegio. La
idea de los “derechos fundamentales como
los derechos del más débil” –acuñada por el
jurista italiano Luigi Ferrajoli- adquiere pleno
sentido en esta orientación.
Pero ¿porqué hablar de derechos humanos
o fundamentales? En verdad, ¿podemos
abrazar la agenda de estos derechos como el
eje del pensamiento progresista –como la ruta
hacia la sociedad justa y decente- sin incurrir
en una trampa tendida por los abogados
para judicializarlo todo? Sí, si entendemos
que los derechos humanos o fundamentales
no son solamente fenómenos jurídicos. En
realidad se trata de una fórmula conceptual
para dar cuenta de aquellas reivindicaciones
sociales que han venido derrotado privilegios
y limitando a los poderes a lo largo de la
historia moderna de la humanidad. Y no son
conceptos solamente occidentales, como
suele sostenerse con frecuencia. Amartya
Sen, el filósofo de origen indio que ya he
mencionado, nos recuerda, por ejemplo,
que cuando la inquisición estaba en todo
su esplendor en Occidente –mientras la
Iglesia católica quemaba a Giordano Bruno
en Roma, en 1600-, en India, el emperador
mongol Akbar, emprendió una política para
combatir las discriminaciones religiosas y
para defender a las mujeres de los abusos
que les imponían las prácticas tradicionales
y religiosas ortodoxas. En esos contextos,
la defensa de los más débiles puede
considerarse legítimamente como una lucha
por los derechos humanos. Es decir, una lucha
por la libertad de las personas para pensar,
decidir y expresarse por su cuenta; una
batalla por el reconocimiento de la igualdad
en la diferencia; una gesta por el derecho/
poder para participar en las decisiones de
la colectividad en la que se vive. De esta
manera, con la denominación que queramos
darle, la lucha por los derechos siempre ha
sido una gesta progresista. De nueva cuenta,
si asumimos que el eje del progresismo es la
dignidad y la autonomía de las personas.
Los derechos humanos o fundamentales
son una baraja que incluye libertades,
inmunidades, potestades políticas y
reivindicaciones sociales. Por eso hablamos
de derechos de libertad (como la libertad de
expresión, la libertad religiosa, la libertad
de reunión, la libertad de asociación); de
derechos civiles (que protegen nuestra libertad
personal, nuestra integridad física y nuestro
patrimonio, principalmente); de derechos
políticos (votar, ser votado, reunirse para
participar en política o asociarse para incidir
en política) y de derechos sociales (al trabajo,
VI.
7
a la salud, a la educación, a la vivienda, a la
alimentación, etcétera). Pero lo que importa
es que cada una de esas categorías encierra
una reivindicación de un bien o de una causa
que merece ser defendida si queremos llevar
a cabo una vida digna y autónoma. Por eso los
derechos siempre han sido una defensa de
los débiles frente a los poderosos y siempre
seguirán siendo una causa emancipadora. En
ese sentido son el parámetro del progreso
y constituyen la bandera política ideal del
pensamiento progresista en el Siglo XXI.
Dentro de esos derechos, en un contexto
social como el mexicano, adquieren un
lugar especial y prioritario los derechos
sociales. Son, de alguna manera, el eje
principal del progresismo. Esto es así porque
las desigualdades sociales –la pobreza,
la marginación- constituyen el principal
obstáculo material para la agenda progresista.
Por eso el derecho a la alimentación, a la
educación, al trabajo, a la vivienda, a la
salud, principalmente, son las banderas y los
parámetros del progreso. Si estos derechos
no son garantizados a todas las personas,
¿qué sentido tiene hablar de autonomía y
de dignidad personales? En este sentido, el
progreso social del que habla la declaración
de la ONU está íntimamente ligado con la idea
de progreso moral que hemos delineado. El
progreso moral de la humanidad sólo es posible
si se libera a las personas de la opresión que
supone la miseria. Una sociedad decente es
una sociedad en la que no cabe la pobreza ni
se tolera la desigualdad material extrema.
En este sentido, el progresismo, se coloca
del lado de los marginados para denunciar la
indecencia de nuestras sociedades desiguales
VII.
en las que millones de personas en condiciones
de pobreza conviven con la opulencia de unos
cuantos. Y lo hace enarbolando el discurso
de los derechos sociales y dotándolo de un
contenido pragmático y transformador. Para
el progresismo los derechos sociales no
son expedientes retóricos ni instrumentos
inútiles sino herramientas para hacer
política democrática. En ese sentido, aunque
se reconoce que los derechos humanos o
fundamentales (en este caso los derechos
sociales) son mucho más que un instrumento
jurídico, el progresismo se apodera del
discurso y del lenguaje de los derechos para
utilizarlo como una bandera política y como
un instrumento transformador. La concepción
del derecho que es compatible con la agenda
progresista es aquella en la que el derecho –
como un expediente civilizatorio y pacificador
de la convivencia- sirve como una palanca
para cambiar a la realidad y no como un
instrumento para conservarla.
El progresismo, como puede deducirse
de estas premisas, entendido como aquí
se propone, constituye un proyecto que
promueve un nivel muy ambicioso de
justicia social. Es un proyecto que incluye
los elementos (traducidos en un catálogo de
derechos sociales) para lograr una sociedad
equitativa en la que las necesidades básicas
de las personas están satisfechas y, en esta
medida, ofrece condiciones de oportunidad
iguales –entiéndase un piso mínimo- a todos
los seres humanos. En efecto, el modelo
social del pensamiento progresista aspira a
que todas las personas, sin distinción alguna,
cuenten con los elementos necesarios
para poder realizar a plenitud y de manera
autónoma el plan de vida de su elección.
Desde esta perspectiva, es la traducción
normativa del modelo de sociedad justa
8
imaginada, entre otros, por el filósofo
norteamericano John Rawls. Alimentación,
vivienda, educación, salud, trabajo, etcétera,
se convierten en derechos de las personas
y, por lo tanto, en obligaciones a cargo
del Estado (y de otros poderosos entes
privados). La agenda social no es una
cuestión secundaria o potestativa, sino que
se traduce en un vínculo irrenunciable que
debe satisfacerse. Y ello, conviene insistir,
constituye un imperativo para el estado pero
también para los poderes privados que no
pueden evadir su responsabilidad social.
Pero la agenda social —como eje
del pensamiento progresista- no está
desvinculada de un amplio conjunto de
libertades fundamentales. Desde la libertad de
pensamiento, hasta la libertad de asociación,
pasando por las libertades de expresión,
reunión, tránsito, etcétera, el progresismo
incorpora dentro de su proyecto de sociedad
justa a los ideales ilustrados de la agenda
liberal clásica. La tesis sobre la que descansa
el proyecto supone que es posible satisfacer
las necesidades sociales sin sacrificar las
libertades de las personas. De hecho, se
asume que la garantía de los derechos
sociales es una precondición para el verdadero
ejercicio y disfrute de las libertades modernas.
Igualdad y libertad comparecen como ideales
que se refuerzan y realizan mutuamente y
no, a pesar de las posibles tensiones entre
ambos, como bienes irreconciliables e
irrealizables conjuntamente. El progresismo,
de hecho, hace suya la agenda del liberalismo
político –que ha engarzado a la libertad de
pensamiento, con la libertad de expresión;
a la libertad de conciencia con la libertad de
imprenta; a la libertad de asociación con la
libertad de reunión; y así sucesivamente- pero
no a la agenda del liberalismo económico
(si por este entendemos un libre mercado
ilimitado y desregulado).
De manera complementaria, el progresismo
es un proyecto democrático. Mediante las
instituciones de la democracia, el pensamiento
progresista, recupera y proyecta los mismos
principios de la igualdad y la libertad pero
en su dimensión política y, de esta manera,
incorpora el ideal de la autonomía ciudadana
como parte del proyecto de sociedad
justa. “Cada persona un voto”, “todos los
votos valen igual”, “cada voto en libertad”,
etcétera, son enunciados que expresan el
ideal democrático de la autonomía política
individual. En esta forma de organización, la
democracia moderna con sus principios e
instituciones también forma parte del ideal
de justicia. La tesis de que cada persona
debe tener el derecho/poder de participar
activamente en la adopción de las decisiones
colectivas que afectan su vida cotidiana
se traduce en mecanismos institucionales
concretos de participación política. Y, en
paralelo, por medio de la garantía de los
derechos de reunión y asociación política,
se procura que las personas se organicen
activamente para influir en otros ámbitos
de decisión de la vida colectiva (sindicatos,
empresas, universidades, organizaciones no
gubernamentales, etcétera).
Derechos sociales, derechos de libertad y
derechos políticos constituyen el eje articulador
del proyecto progresista. Sin reducir la realidad
social –compleja y contradictoria- al derecho
y sin incurrir en una especie de “fetichismo
institucional” –que pretende que el cambio
social se agota en el cambio de las instituciones-,
el progresismo, se apodera del discurso de
VIII.
9
los derechos y lo utiliza como palanca de
la transformación social. El derecho –y el
discurso de los derechos- se concibe como un
instrumento que debe servir para cambiar a la
realidad desde las instituciones. A diferencia de
los proyectos conservadores que buscan en el
derecho un instrumento para mantener el status
quo, el progresismo, concibe a las instituciones
como un mecanismo de transformación social.
De esta manera, el pensamiento progresista,
puede combinar su compromiso con el
cambio con su vocación pacifista. Frente a la
reacción y contra la revolución, apuesta por la
reforma. Una reforma pacífica e institucional
en los medios pero profundamente ambiciosa
y emancipadora en los objetivos. ¿Qué proyecto
puede ser más ambicioso que el que se propone
generar las condiciones para que todas las
mujeres y todos los hombres puedan vivir una
vida digna y autónoma?
El progresismo es pluralista. Los ideales
recogidos en los derechos sociales, de
libertad y políticos se articulan sobre la base
de un reconocimiento (que supone otorgar
legitimidad y carta de identidad) a la diversidad
social y a la pluralidad política. Las diferencias
—no en el plano económico y, por lo tanto, no las
desigualdades— se valoran de manera positiva
y tienen cabida en el modelo de justicia social.
De ahí deriva toda una agenda de convivencia
social basada en las ideas de tolerancia y en
la agenda que combate las discriminaciones.
Tolerancia que supone reconocer el derecho de
los demás a pensar y vivir de manera diferente
a la nuestra y no discriminación que implica
asumir que las personas valen lo mismo
en cuanto tales y no por sus preferencias,
creencias, características físicas, sexuales,
étnicas, etcétera.
El progresismo es pluralista por convicción
y considera que la diversidad es un bien
que debe protegerse y no un mal que debe
exorcizarse. La igualdad que promueve –
en derechos y en oportunidades- aspira a
generar las condiciones que hagan posible a la
diversidad. En una paradoja aparente se trata
de una igualdad que se traduce en el derecho
a ser (a pensar, a creer, a preferir modos de
vida) diferentes. En contra de los prejuicios
y frente a los discursos discriminatorios, el
pensamiento progresista, se compromete con
la agenda de la igualdad. Una igualdad que va
más allá de la igualdad formal en derechos
y aspira a convertirse en una igualdad
sustantiva en oportunidades y posibilidades. Y,
para que esta agenda igualitaria sea posible,
es necesario desmontar discriminaciones
históricas y combatir prejuicios milenarios.
En ese sentido el progresismo es feminista, es
indigenista, es antirracista, es antihomofóbico.
Es, en síntesis, incluyente e igualitario. Se
coloca del lado de quienes han padecido esas
discriminaciones y han sido víctima de esos
prejuicios: las mujeres, los indígenas, los
inmigrantes, los negros, los homosexuales (y
todos los demás colectivos que se encuentran
en situaciones similares).
No podría ser de otra manera: si
el horizonte del progreso se ubica
en la emancipación de las personas,
entonces, el proyecto progresista debe
ser necesariamente pluralista. Generar
las condiciones materiales, sociales y
culturales para que cada quién, de manera
libre, digna y autónoma, pueda proponerse
un plan de vida e intentar llevarlo a cabo
implica generar las condiciones para que
todos los planes de vida sean posibles. En
esta agenda abierta sólo quedan fuera los
proyectos que pretenden sabotearla: que
IX.
10
atentan contra los derechos de las personas
o contra las instituciones y condiciones que
hacen posible su realización práctica. Es
una vieja idea liberal que no está peleada
con la agenda del progreso: dañar a los
demás y a las instituciones y principios de
la sociedad democrática, no es un proyecto
protegido. Y no lo es, de nueva cuenta, por
razones de lógica elemental: el proyecto
progresista apuesta por un proyecto en el
que todas y todos podamos, en interferencias
injustificadas y sin imposiciones autoritarias,
vivir una vida digna y autónoma. Y eso es
incompatible con los proyectos violentos,
autoritarios, intolerantes, totalizantes.
La pluralidad que defiende el progresismo
está estrechamente concatenada con otro
de los elementos centrales del pensamiento
progresista —que constituye, por un lado,
una condición de existencia del mismo y, al
mismo tiempo, un ideal a realizar—: el de la
laicidad estatal. De hecho, la laicidad es una
condición de posibilidad de la pluralidad en
las sociedades modernas. La diversidad de
posiciones ante el fenómeno religioso es un
hecho que el pensamiento laico reconoce
y ante el cual asume una posición clara y
definida: no es posible extirpar la pluralidad
de concepciones, explicaciones, creencias
e interpretaciones con las que los hombres
y mujeres orientan su existencia y trazan
las coordenadas de su coexistencia. Para el
pensamiento laico todos los seres humanos
somos iguales en el derecho a ejercer
nuestra autonomía moral. Esto implica
que nadie puede ser objeto de un trato
discriminatorio por creer o dejar de creer
en una idea o religión determinada.
De hecho, cuando hablamos del progreso
moral como bandera del pensamiento
progresista lo hacemos en un sentido laico
e ilustrado. Es la idea de progreso que se
desprende del pensamiento del filósofo
Immanuel Kant quien consideraba que
la ilustración era la salida del hombre de
su minoría de edad; su progresar hacia
el ejercicio responsable de la libertad de
pensamiento. El progreso moral, en este
contexto, entonces, no es una idea religiosa
sino idea laica e ilustrada. Kant no tenía dudas
de ello cuando advertía que “el uso público de
la razón debe ser libre y es el único que puede
producir la ilustración de los hombres”. Se
trata de una moral laica y tolerante que es
agenda a los contenidos religiosos pero que,
en una paradoja aparente, los permite. La
moral del progresismo es la que reconoce a la
pluralidad y a la diversidad y les otorga carta
de identidad; la que apuesta por la convivencia
pacífica a partir de la política tolerante y
abierta al diálogo; la que se compromete con
la deliberación y excluye la imposición.
Se equivocan quienes sostienen que
el progresismo es antirreligioso. Por
el contrario, al ser laico y tolerante, el
pensamiento progresista sienta las bases
para que las religiones y sus fieles puedan
convivir en paz y sobre las bases del
pluralismo democrático. De hecho es la única
agenda que ofrece carta de identidad también
a quienes no profesan religión alguna. En
ese sentido, de nueva cuenta, se confirma
el compromiso del progresismo con la
pluralidad y con el respeto a las diferencias.
Todos y todas somos libres para creer o no
creer en principios o dogmas religiosos y, por
lo mismo, nadie tiene el derecho de imponer
sus creencias a los demás. Ese mensaje
ilustrado vale tanto para las personas como
X.
11
para las iglesias. Y, por ello, el progresismo
exige que el estado impida que una iglesia –la
que sea- imponga sus dogmas y principios a
la comunidad política.
En efecto, el pensamiento progresista
defiende la separación entre las iglesias (así,
en plural) y el estado y exige que éste último
impida que una visión religiosa del mundo –
cualquiera que ésta sea- colonice la esfera
pública e imponga sus dogmas a través de
las reglas colectivas que son comunes a
todos los miembros de la colectividad. El
progresismo hace suya la idea fundamental
del pensamiento moderno que nos indica que
el “pecado” y el “delito” no deben confundirse,
no deben fundirse.
En ese sentido la concepción del derecho
que defiende el progresismo vuelve a empatar
con la noción de los derechos humanos o
fundamentales. Si se asume que cada persona
debe poder diseñar su propio plan de vida para
intentar llevarlo a cabo, entonces, se debe
promover que el derecho lo permita. Esto, en
términos prácticos, se traduce en una sociedad
en la que existen pocas prohibiciones y pocas
obligaciones y, en paralelo, muchas normas
permisivas. El derecho sólo debe prohibir y
castigar aquellas acciones que amenazan
o lesionan los derechos de las personas o
los bienes públicos fundamentales –la vida,
la integridad física y moral, el patrimonio;
así como las instituciones democráticas
fundamentales o los bienes públicos que
pertenecen a todos- pero debe permitir
que, en todo lo demás, sean las propias
personas las que tomen las decisiones que
son mejores para su propia vida. Por eso, el
proyecto jurídico del progresismo, no puede
prohibir ni imponer una religión; no puede
castigar una preferencia sexual; no puede
imponer un modelo de vida buena; no puede
prohibirnos disponer de nuestro cuerpo; no
puede impedirnos elegir el proyecto de vida
que queremos.
Recordemos a Kant: el progresismo confía
en la capacidad de las personas para decidir,
en uso de la razón y de su mayoría de edad,
cómo quieren vivir su propio proyecto de vida.
La ruta del progresismo puede
ejemplificarse con momentos históricos
emblemáticos. La Revolución francesa de
1789 y la expedición de la Declaración de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano de ese
mismo año serían, sin duda, un evento y un
documento modélicos de la ruta del progreso
moral, político y social que hemos trazado.
Frente a la agenda igualitaria y libertaria
que ese momento y ese texto representan,
desde entonces y hasta ahora, se alzaron las
voces de la reacción y del conservadurismo.
Los hechos históricos, en ese caso como
en todos los demás, son complejos pero
lo que aquí importa es que, en el caso de
aquella Revolución, quedó como testimonio
y herencia de la misma uno de los textos que
con mayor facilidad podemos identificar con
la agenda progresista. Ese texto inspirado en
las ideas de igualdad, libertad y fraternidad
constituye, desde entonces, un parámetro
para medir eso que hemos llamado el
progreso moral de la humanidad.
Algo similar sucede con la “Carta de
Derechos” (Bill of Rights) aprobada en los
Estados Unidos de Norteamérica algunos
años después y, dos siglos más tarde,
después de la Segunda Guerra Mundial,
con la Carta de la ONU emblemáticamente
XI.
12
intitulada como Declaración Universal de
los Derechos Humanos (1948). Este último
documento –así como los que lo han seguido
en el ámbito regional, como el caso de la
Convención Americana de los Derechos
Humanos- constituye la expresión más
ambiciosa de llevar la agenda progresista a
escala mundial y, en esa medida, representa
la conquista documental más ambiciosa del
pensamiento progresista. Un documento,
nunca hay que olvidarlo, que surgió como
respuesta ante los terribles acontecimientos
de la segunda guerra que, en los hechos,
aplastaron los ideales progresistas de los
derechos humanos, de la democracia y
de la paz con la fuerza de las bombas que
el progreso científico y tecnológico había
producido. El divorcio entre las dos nociones
de progreso –moral, por un lado, y científico
y tecnológico, por el otro- nunca antes había
sido tan radical. De ahí la contundencia del
prefacio del documento fundacional de las
Naciones Unidas que vale la pena recuperar:
“Nosotros los pueblos de las Naciones
Unidas resueltos
a preservar a las generaciones venideras del
flagelo de la guerra que dos veces durante
nuestra vida ha infligido a la Humanidad
sufrimientos indecibles,
a reafirmar la fe en los derechos
fundamentales del hombre, en 1a dignidad y
el valor de la persona humana, en la igualdad
de derechos de hombres y mujeres y de las
naciones grandes y pequeñas,
a crear condiciones bajo las cuales puedan
mantenerse la justicia y el respeto a las
obligaciones emanadas de los tratados y de
otras fuentes del derecho internacional,
a promover el progreso social y a elevar el
nivel de vida dentro de un concepto más
amplio de la libertad,
y con tales finalidades
a practicar la tolerancia y a convivir en paz
como buenos vecinos,
a unir nuestras fuerzas para el mantenimiento
de la paz y la seguridad internacionales,
a asegurar, mediante la aceptación de
principios y la adopción de métodos, que no
se usará; la fuerza armada sino en servicio
del interés común, y
a emplear un mecanismo internacional para
promover el progreso económico y social de
todas los pueblos,
hemos decidido a unir nuestros
esfuerzos para realizar estos
designios.”
Podríamos encontrar otros ejemplos
de documentos emblemáticos aún más
remotos como la Carta Magna inglesa de
1215 o, para romper con la idea de que este
es un proyecto exclusivamente Occidental,
la constitución “de los diecisiete artículos”
del príncipe budista Shotoku, regente de
la emperatriz japonesa Suiko, en 604
después de Cristo; pero lo que importa es
que si aceptamos como premisa y eje del
progreso la construcción de las condiciones
que permitan a las personas tener una vida
digna y autónoma, entonces, sabremos
cuáles son los momentos, documentos,
eventos, instituciones que legítimamente
pueden adscribirse a esa agenda
emancipadora. Sabremos, de hecho, cuáles
son las causas que el progresismo debe
13
promover y defender. Y sabremos también
que son causas ambiciosas que siempre
han enfrentado –y seguirán enfrentandoresistencias
y oposiciones.
Si pensamos en México, primero en
nuestra evolución institucional, podemos
encontrar momentos emblemáticos del
progresismo. Piénsese, por ejemplo, en
la temprana abolición de la esclavitud
decretada por Miguel Hidalgo en 1810. La
conjunción entre los ideales de libertad
e igualdad que ese hecho representa es,
sin lugar a dudas, un momento estelar
del progresismo mexicano. La victoria del
pensamiento liberal sobre el pensamiento
conservador con la constitución de 1857 –y,
posteriormente, con las leyes de reforma
que permitieron decretar la separación
entre la iglesia del estado y las bases para la
laicidad estatal en el país- es otro emblema
del progresismo. La constitución de 1857,
liberal, federal e ilustrada; así como las leyes
de reforma, son indiscutibles ejemplos de
afirmación de progreso frente a la reacción
y el conservadurismo.
Los derechos de igualdad y libertad
contenidos en el documento constitucional
de 1857 serían la base del texto constitucional
de 1917 que, en muchos sentidos, fue un
ejemplo mundial de progreso. Aquella
constitución, edificada sobre las bases del
pensamiento liberal decimonónico y social
demócrata revolucionario, concentró la
agenda de derechos (llamados en su texto
“garantías individuales”) más ambiciosa
que el mundo conociera hasta entonces.
De esta manera, sin desconocer que esos
derechos nunca han llegado a convertirse
en una realidad para todas las mexicanas
y para todos los mexicanos, lo cierto es
que, en su momento histórico y en el plano
formal, la constitución de 1917 es una
victoria del progresismo frente a las voces
conservadoras y reaccionarias. Igualdad
material, libertad y democracia son los
ejes de aquel documento constitucional
edificado sobre la base de la laicidad estatal
y el compromiso con el progreso social.
El reconocimiento del derecho de voto a
las mujeres en 1953 es otra clara victoria
del progresismo en nuestro país. Lo mismo
vale para la ratificación de los tratados
internacionales en materia de Derechos
Humanos; para la incorporación de los
derechos sociales a la salud y a la vivienda
en la constitución; para el reconocimiento
del derecho a no ser discriminados (que
llegó tarde, hasta el año 2006 al artículo 1º y
fue seguido por una ley en la materia); para
la abolición definitiva de la pena de muerte;
para el reconocimiento de los derechos de
los pueblos indígenas; etcétera. En todos
estos casos se ha tratado de modificaciones
constitucionales y legales que han llevado la
agenda progresista al ordenamiento jurídico
vigente en el país. De hecho, a pesar de los
intentos por frenar esa agenda progresista,
hasta ahora, jurídicamente, podemos
decir que ha sido un proyecto exitoso.
Basta con pensar en la profunda reforma
constitucional de 2011 que ha cambiado
el concepto de “garantías individuales”
por el de los “derechos humanos” en la
constitución y que, entre otras cosas, ha
reconocido una jerarquía constitucional a
los tratados internacionales en la materia,
para entender el sentido de esta muestra
de optimismo.
XII.
14
Pero, sin desconocer el valor de las
reformas legales, el progresismo debe
tener una vocación práctica, real, de
transformación social y no sólo formal o legal.
Por eso aunque celebremos los cambios
legales antes mencionados así como otras
transformaciones recientes claramente
progresistas en el marco jurídico de algunas
entidades federativas –en particular en la
Ciudad de México con la despenalización
del aborto y la aprobación de reformas
igualatorias como el reconocimiento del
matrimonio entre personas del mismo sexo
y el correspondiente derecho a la adopción-,
lo cierto es que la senda del progresismo
debe buscarse sobre todo en los movimientos
sociales y en las transformaciones políticas.
Las normas, como sabemos, solamente son
una expresión del cambio social y deben
ser un instrumento para su puesta en
práctica. Pero el progresismo debe tener un
compromiso con la realidad que nos obliga
a dimensionar el papel y la importancia de
las instituciones. El progresismo también
debe ser organización, deliberación,
movilización sociales y políticas. Sólo así las
instituciones y las leyes se activan en clave
transformadora.
En esta dirección los movimientos
estudiantiles genuinos, las organizaciones
feministas, las asociaciones promotoras
electoral, los movimientos contra la tortura,
los defensores de los derechos de los
indígenas, de las mujeres, de los niños,
etcétera, han sido actores promotores de
la agenda progresista en nuestro país. Para
decirlo con una fórmula simbólica: siempre
que se ha dado una batalla social, política
y legal para ampliar la base de igualdad en
la titularidad de los derechos, para derrotar
privilegios, para apuntalar a la democracia,
en mayor o menor medida, se ha abonado
en el terreno del progreso moral, social
y político de México. Sin esa fuerza social
transformadora el progresismo sería
derrotado por la fuerza de la reacción y por las
tendencias conservadoras. No olvidemos que
los derechos que el progresismo encarna y
abandera son los derechos de los más débiles,
de los excluidos, de los desplazados y, en
esa medida, son los derechos que necesitan
de la movilización y de la organización para
pasar, desde la institucionalización, hacia la
realidad práctica.
En este sentido, el progresismo, para
avanzar necesita de la organización, la
movilización y la participación política y social
desde abajo. Es una agenda genuinamente
democrática que no se construye desde
el poder sino que se teje a pesar del poder
y, si llega al poder, utiliza al poder para
materializar su agenda. Esto no significa que
ésta deba ser una agenda anti-institucional.
Todo lo contrario: el movimiento progresista
concibe a las instituciones como un medio
de transformación social y no como un fin
en sí mismas. En ello radica su capacidad
emancipadora: el derecho y el poder
constituyen herramientas de cambio
para ampliar la igualdad en derechos
y en oportunidades. En ese sentido, el
progresismo es esencialmente reformista e
idealmente revolucionario.
Frente a los discursos conservadores y
las voces reaccionarias, el pensamiento
progresista, se coloca del lado de los actores
sociales que no se conforman con el estado de
cosas actual y que asumen la responsabilidad
histórica de cambiar las dinámicas sociales que
XIII.
15
han permitido que la desigualdad económica,
la pobreza y la explotación social sean notas
características de nuestra realidad. Y lo
hace haciendo suyos los valores, principios
e instituciones de la democracia política. En
ese sentido, el progresista, está dispuesto a
escuchar, abierto al diálogo y predispuesto
a la deliberación. Conoce la fuerza de las
ideas y su potencial transformador y por lo
mismo rechaza la violencia, la imposición y el
dogmatismo. El progresista, de nuevo, sabe
que la pluralidad es un bien a salvaguardar
y, por lo mismo, hace de la tolerancia su
principio de acción y de la democracia su
instrumento de cambio.
El progresismo apuesta por la política y por
su articulación democrática. El progresista
sabe que el Estado es un medio necesario para
lograr la convivencia pacífica y para garantizar
los bienes y principios que dan contenido a
los derechos humanos o fundamentales de
las personas. En ese sentido, el progresismo,
constituye una agenda moderna y civilizatoria.
Sabe que la alternativa frente a la violencia
social es la política democrática. En ese
sentido rechaza los proyectos anarquistas
y se opone a los modelos autocráticos. Ni
ausencia de estado ni autoritarismo de estado.
El progresismo se compromete con el estado
constitucional y democrático de derecho que
es un estado fuerte pero limitado. Y lo hace
porque ese es el receptáculo institucional
que permite emprender pacíficamente las
transformaciones hacia la sociedad decente que
se ha propuesto como horizonte. La igualdad
en la diferencia; la pluralidad y la diversidad en
libertad; la autonomía moral y política de las
personas; etcétera, sólo son posibles cuando
se activa el triángulo virtuoso entre la paz, los
derechos humanos y la democracia. Por eso el
progresismo sí tiene un modelo de estado: el
estado democrático constitucional.
El diseño institucional que se requiere para
hacer posible el proyecto progresista pasa
por las coordenadas del constitucionalismo
democrático: división de poderes y derechos
fundamentales reconocidos y garantizados
son la expresión político/normativa de
ese modelo de sociedad justa. A estos dos
elementos debe agregarse la institucionalidad
democrática –voto igual y libre, regla de
mayoría, salvaguarda de los derechos
minoritarios, básicamente- para conjugar un
diseño institucional que permita desplegar a
la pluralidad y proteger a las diferencias. En
ello no es necesario ser demasiado originales.
Lo que nos hace falta es traducir en realidades
las promesas del diseño institucional que, mal
que bien y no sin algunos retrocesos, hemos
venido adoptando. De nueva cuenta, para
que las instituciones arrojen los resultados
esperados, es necesario modular las prácticas
políticas y sociales de conformidad con las
mismas. El progresismo en este ámbito
pasa por el ajuste entre ambas dimensiones.
Entre más democráticos seamos y entre
más logremos ofrecer una garantía efectiva
a los principios y derechos del constitucional
social y liberal, entonces, podremos decir que
estamos progresando.
El proyecto progresista no puede tener
una visión parroquial. Es decir, no puede
encerrarse en las fronteras nacionales. Una
agenda que busca ofrecer condiciones de vida
digna y autónoma a las personas no puede
tener como referente ideal lo que sucede
solamente en el interior de un país. En ese
XV.
XIV.
16
sentido el progresismo es necesariamente
universalista. El compromiso con México, con
los mexicanos y con quienes se encuentran
en nuestro territorio, en realidad, desde un
punto de vista progresista, es un compromiso
con el mundo y con los seres humanos en
donde quiera que estos se encuentren. Esto
no implica desconocer que la transformación
social debe iniciar por nuestro país –
sobre todo si consideramos los niveles de
desigualdad y pobreza que los aquejan- pero
sí supone reconocer que la visión progresista
es una visión comprometida con el mundo
y con sus problemas. En este sentido, por
ejemplo, el progresismo está comprometido
con la protección del medio ambiente y con
la paz mundial. Ambas son agendas globales
que tienen repercusiones en lo local y que el
progresismo, congruente con sus premisas,
incorpora a su proyecto.
Pensar globalmente y actuar con
compromiso universalista es una estrategia
congruente con los principios e ideales que
defiende el progresismo. Entender que
nuestros problemas afectan a otras realidades
y que los males que aquejan a otras sociedades
también son nuestros males es una condición
necesaria para incidir en la realidad con la
finalidad de transformarla. Después de todo,
la agenda del progreso moral de la humanidad
no cabe dentro de las fronteras de un estado.
El progresista lo sabe y por eso se interesa por
el mundo en el que vive.
Robert Nisbet, reconocido estudioso de
la idea de progreso, nos previene que en la
historia ha habido promotores de una agenda
oscura del progreso. Ese lado oscuro de la
idea del progreso amalgamó elementos como
el poder, la raza y el nacionalismo y produjo
los horrores del nazismo, el fascismo y el
estalinismo con sus oprobiosas y nefandas
consecuencias. Ignorarlo seria miope.
La agenda progresista que nosotros
defendemos se coloca en el extremo opuesto
de esa dimensión oscura. Frente al poder
impone los límites de la razón y del derecho;
frente al racismo blande la bandera de la
igual dignidad de todos los seres humanos
sin discriminaciones y frente al nacionalismo
parroquial esgrime el estandarte del
universalismo de los derechos humanos o
fundamentales.
El nuestro es el progresismo ilustrado de la
democracia y de los derechos. Un progresismo
que tiene a la paz como condición y a la
transformación social como horizonte.
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