miércoles, 1 de mayo de 2013

La Economía Política del Socialismo del Siglo XXI

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La Economía Política del Socialismo del Siglo XXI

9 Abril 2013 No Comment
Discurso de Incorporación como Individuo de Número del
Dr. Humberto García Larralde
comuna socialistaVenezuela atraviesa un período prolongado bajo un gobierno que pregona la implantación de un “Socialismo del Siglo XXI”. En los últimos cuatro años se ha asentado el marco legal que determina la forma que asumiría este proyecto, bajo la figura de una economía y de un estado comunal. Indagar en qué consiste, cuáles son sus aspectos característicos y qué dinámica parece gobernarlo, es tema obligado del debate económico. Me propongo explorar este proceso desde el marco de la Economía Política, convencido de que el análisis descriptivo de objetivos de política, instrumentos y repercusiones dejaría sin remover aspectos cruciales del fenómeno, limitando su comprensión.

¿Por qué “Economía Política”?
El término adquiere carta de residencia con el afianzamiento del capitalismo en la Europa occidental, que obligó a los pensadores a tratar de describir el orden emergente y explicar sus “leyes” o pautas de funcionamiento. La progresiva disolución del mundo feudal provocada por la marea indetenible del intercambio mercantil significó, entre otras cosas, el pase de la vida comunal, de pequeñas aldeas en las que cada quien realizaba una tarea específica dentro de un orden de sumisión personal prestablecido, a una existencia de horizontes mucho más vastos e inciertos. De ahí los orígenes de tan contradictorio término: la administración del hogar –oikos nemo- llevado al plano de la polis, del espacio para el quehacer público de la comunidad, que escapa de los referentes domésticos que inicialmente evocaban sus raíces griegas. Se requería darle sentido a la nueva realidad, desentrañar a qué principio ordenador respondía, cómo participaban los diversos integrantes de una sociedad en la generación, distribución y usufructo de la riqueza, y cuál era, en realidad, la esencia de ésta. No otra cosa se planteaba que dilucidar la estructura societaria que iba conformando la dinámica económica capitalista y el orden a que daba sustento. De ahí la naturaleza necesariamente política de tal indagación, obligada a descubrir los intereses en juego, los criterios de justicia a que respondía y las instituciones que, en atención a ello, iban conformando la Modernidad. Ello fue objeto central de estudio de la llamada Escuela Clásica.
El éxito de esta indagatoria a través del tiempo fue llevando, paradójicamente, a su superación en tanto perspectiva de Economía Política. Inspirado en la metodología de las llamadas ciencias básicas, el estudio de lo económico desplegó esfuerzos conscientes por despojarse de las disquisiciones retóricas para ampararse en lo científica y objetivamente cognoscible, incontaminado de ponderaciones valorativas acerca de a quiénes favorecía tal o cual proceder. Podría afirmarse que, con la ascendencia de la eficiencia como preocupación central al análisis económico, la teoría de nuestra disciplina, no obstante ser una ciencia social, adquirió un carácter cada vez más técnico, en tanto hacía abstracción del contexto histórico de su campo de estudio. La llamada “revolución marginalista” de Jevons, Walras y Menger le abrió las puertas a una teorización cada vez más fundamentada en las matemáticas y en la cual, presupuestas unas restricciones al problema económico planteado, las posibilidades de optimización eran científicamente discernibles. Se confiaba en haber desentrañado una racionalidad inapelable frente a la cual los actores económicos no podían desentenderse. La responsabilidad del economista debía circunscribirse a explicitar ante éstos las consecuencias de tal o cual decisión o tendencia sobre la asignación y el usufructo de los recursos disponibles.
El examen de la función de utilidad no se plantearía el por qué de determinadas preferencias de consumo y/o de producción, sino el cómo, a partir de éstas, puede maximizarse, dadas las restricciones existentes. Se abandonó así la esfera de lo público, ámbito de la Economía Política, para adentrarse exclusivamente en el campo de lo privado, lo cual llegaría a su formalización metodológica con el análisis del equilibrio parcial desarrollado por Alfred Marshall. Cierto es que este instrumental también permitió postular un modelo de equilibrio general que, bajo ciertos preceptos, concluía en que la prosecución de la mayor satisfacción individual redundaba en una óptima solución social. No obstante, a pesar de haber vuelto en cierta forma a los orígenes armado de un marco lógico inapelable –la mano invisible del mercado de Adam Smith-, las derivaciones de la teoría del equilibrio general eran incapaces de ofrecer criterio alguno de cómo debían distribuirse los frutos de la producción óptima, pues los valores societarios sobre la equidad y la justicia quedaban fuera del ámbito de la ciencia positiva. Donde la Economía Política se sentía a gusto, evaluando la forma más conveniente de usufructuar la riqueza social, se inhibía deliberadamente la nueva disciplina, porque su instrumental de análisis no incluía tales consideraciones. Con la emergencia de la Macroeconomía en los años 30 del siglo pasado vuelve a enfocarse la atención en el ámbito público y, entre otras cosas, a las implicaciones distributivas de las dos grandes escuelas en contienda: la monetarista y la keynesiana. Luego, hacia finales del siglo XX, la “nueva” Economía Institucional retomaría aspectos centrales a muchas de las preocupaciones de la Economía Política, pero en el marco de una construcción lógica que trasciende la perspectiva más inductiva de los clásicos.
En otro plano, el examen de los problemas del desarrollo no podía dejar de incursionar en sus aspectos políticos. Las notorias injusticias plasmadas en la iniquidad con que se usufructúa la riqueza social, la penuria de vastos sectores y las escasas oportunidades aparentes de los países pobres por superar su condición, obligaban por fuerza a retornar muchas de las preguntas básicas que se habían hecho los clásicos. La relación entre poder económico y poder político; la perpetuación de posiciones de privilegio por intermedio de arreglos institucionales que hacían de la actividad económica un juego suma-cero, excluyente; la subordinación a dinámicas de acumulación centradas fuera del ámbito nacional y sus implicaciones para el ejercicio de la soberanía y de la libertad de acción de los países en desarrollo, no podían desentrañarse de la preocupación de economistas conscientes de su responsabilidad.
La economía del desarrollo volvió a abrir la discusión en torno a los modelos de sociedad. La alternativa entre lo ofrecido por el capitalismo versus aquella propagada por el socialismo, ocuparon por un buen tiempo las disquisiciones de analistas, con fuerte protagonismo político, en las décadas de los sesenta y los setenta del siglo pasado. Si bien el desarrollo posterior de los acontecimientos -notoriamente la perversión de las promesas de la Revolución Cubana y el colapso de la Unión Soviética-, zanjó la contienda a favor de formas de organización social basadas en la economía de mercado, la perspectiva de la Economía Política conservó su pertinencia para analizar los problemas del desarrollo.
A pesar del aparente ocaso de la perspectiva socialista como opción, el siglo XXI sorprende al ponerlo de nuevo en escena en algunos países de América Latina, en particular, su re-emergencia como proyecto político de la llamada Revolución Bolivariana posterior a 2004. Ello obliga al analista a retomar de nuevo las indagaciones de la Economía Política para intentar una descripción del fenómeno presente: qué lo motoriza, quiénes se benefician de su dinámica, a dónde se dirige ésta, y cuáles podrían ser las reglas de funcionamiento –de existir éstas.
¿De qué trata la economía comunal?
En el proyecto de cambio constitucional rechazado a finales de 2007, los Consejos Comunales eran vistos como órganos de base de un Poder Popular cuya agregación daría lugar a Comunas, las cuales podrían conformar, a su vez, Ciudades Comunales. La intención era desplazar progresivamente a las alcaldías y gobernaciones por instancias de un poder paralelo que “no nace del sufragio ni de elección alguna, sino de la condición de los grupos humanos organizados como base de la población” (art. 136). A pesar de rechazarse la propuesta, la Asamblea Nacional aprobó en 2009 la Ley Orgánica de los Consejos Comunales, la Ley Orgánica de las Comunas y una Ley Orgánica de Poder Popular. Junto con la Ley Orgánica del Consejo Federal de Gobierno y la Ley Orgánica de Planificación Pública y Popular, aprobadas en 2010, conforman un entramado legal que da sustento a la economía comunal. Por último, en 2012 el Presidente sancionó por decreto, la Ley Orgánica para la Gestión Comunitaria de Competencias, Servicios y Otras Atribuciones, que regula la transferencia a las instancias comunales de potestades de alcaldías y gobernaciones sobre construcción de obras y prestación de servicios públicos.

La mitificación de la comuna como forma de organización político-social deseada desde la perspectiva revolucionaria se remonta a los sucesos de la Comuna de Paris en 1871. Tanto la China de Mao, como Pol Pot en Camboya, la impusieron luego a sangre y fuego a los pobladores rurales como expresión de una supuesta organización social de avanzada. No es de extrañar, por ende, que un gobierno esforzado en mostrar sus credenciales revolucionarios adopte como bandera la construcción de un Estado Comunal. Pero en contraste con la experiencia de la Comuna de Paris, la propuesta de la Revolución Bolivariana en absoluto se refiere a formas espontáneas y autónomas de organización popular. Su existencia legal está sujeta a la validación de su registro en el ministerio correspondiente y su puesta en operación se rige por una detallada normativa que regula su constitución, organización, propósitos y actividades, que aplasta toda versatilidad. Sus actividades deben concebirse dentro de un ordenamiento territorial que da lugar a una estructura de autoridad jerarquizada, bajo control de la Presidencia de la República. La economía comunal está ahíta de incentivos, pues pertenece a todos pero a la vez a ninguno: se extreman normas para evitar cualquier asomo de intereses individuales en su gestión. Como señalan sus respectivas leyes, sus distintas instancias son concebidas como espacios para la construcción del socialismo, es decir, como ejecutoras de los designios del Presidente. De ello deriva su entidad legal, así como los recursos con los cuales funcionar. En la medida en que su organización no constituye una respuesta autónoma, propia, de una comunidad que se organiza para defender sus derechos y adelantar sus intereses, se revela como un diseño artificial, a ser impuesto por el poder coercitivo del Estado, como ocurrió en los casos antes citados. No obedece a expresión alguna de Poder Popular, como quiere hacernos creer la retórica oficial, ya que éste tiene que ser, por esencia, originario, autónomo e independiente: no puede formar parte del Estado. Si se pone al servicio de una parcela política pierde su razón de ser, es decir, se traiciona a sí mismo.
El imperativo de transferir progresivamente potestades propias de gobiernos locales y estadales a unos instrumentos de control político –las comunas- sin entidad constitucional, se inscriben en el propósito de prescindir de toda intermediación autónoma entre el Líder y su “pueblo”: aquellos que profesan lealtad al Presidente y a su proyecto político. Se persigue “aplanar” las instituciones con el fin de eliminar todo poder independiente que admita la prosecución de intereses distintos a los que profesa el Caudillo.
El socialismo como estatización y controles
En un plano bastante más concreto que el proyecto de economía comunal, el “socialismo del siglo XXI” se expresa en la estatización de empresas, así como en los sistemas de control y regulación del sector privado, en particular en el control de precios.
No están claros los criterios “estratégicos” que pretenden justificar las expropiaciones. Destaca el alegato ideológico, tan presente en la retórica oficial, de que es menester acabar con el capitalismo como forma económica dominante para ampliar el área de actividades basadas en la “propiedad social”. Pero para la doctrina marxista, aparente fuente de inspiración de este dictamen, la expropiación de los capitalistas obedecía a la necesidad de liberar las fuerzas productivas y acabar con los fundamentos que ocasionan las crisis económicas periódicas, así como la pauperización de las masas. En el caso que nos concierne, se evidencia que ha habido una destrucción de capacidades productivas, sin mejoras palpables en la distribución o nivel del ingreso. La dependencia que manifiestan las unidades estatizadas del fisco más bien distrae recursos que deberían destinarse a la producción de bienes públicos de interés social. Asimismo, la sustracción de estas empresas de la dinámica mercantil y la inexistente rendición de cuentas acerca de su gestión, las convierte en campo propicio para corruptelas. En fin, tampoco el descargo ideológico de las expropiaciones es fiel a la prédica del llamado “padre” del socialismo científico y tiene como razón más plausible la búsqueda incesante de control sobre la sociedad.
En lo que respecta a los controles de precio, basta señalar aquí que ello ha ido en aumento en la medida en que los resultados de la gestión económica del gobierno se traducen en niveles altos y tercamente inflexibles a la baja, de inflación. El Gobierno ha remplazado la defensa del consumidor por una gestión de naturaleza policial, focalizada exclusivamente en la fiscalización, multa y cierre de comercios minoristas, mayoristas y empresas productivas, por parte del instituto competente –Indepabis-, mientras la regulación excesiva anula la sana competencia. Con el Decreto-Ley de Costos y Precios Justos del 14 de julio de 2011, se crea la Superintendencia Nacional de Costos y Precios (SUNDECOP) como órgano de regulación y control unilateral del Estado, desestimando la consulta tripartita entre empresarios, trabajadores y gobierno, propio de fórmulas anteriores como la CONACOPRESA.
Los bajos o nulos márgenes de rentabilidad resultantes de los controles de precio se unen, en el caso venezolano actual, con la inseguridad jurídica de las expropiaciones. Ello disuade decisiones de inversión y ampliación de la capacidad productiva de muchas empresas, por lo que la satisfacción de la demanda interna se hace cada vez más dependiente de las importaciones. La amenaza que plantea la escasez de bienes y servicios para el respaldo político del Gobierno ha obligado a la revisión periódica al alza de los precios controlados, tergiversando la razón misma del sistema de controles, con el agravante de que –a diferencia del libre juego de la oferta y la demanda- desestimula la actividad productiva local.
El socialismo petrolero
En realidad, la clave más importante de la propuesta de “Socialismo del Siglo XXI” la proporcionó el propio presidente Chávez en su programa “Aló Presidente” del 29 de julio de 2007:
“Este es un socialismo petrolero. No se puede concebir el modelo económico que queremos construir en Venezuela si no incluimos la gota petrolera. (…) Con el petróleo haremos la revolución socialista[1].
El escenario macroeconómico que acomoda las políticas económicas y sociales que el Gobierno Bolivariano prosigue en el marco de este “socialismo petrolero” se fundamenta en:
1)       Esfuerzos por maximizar la renta petrolera a través de la restricción de la producción, en concierto con el resto de la OPEP. Ello estaría encubriendo, además, la incapacidad de recuperar los niveles de extracción petrolera previos a la expulsión de casi 20.000 trabajadores de PdVSA en 2003;
2)       Estimación de ingresos fiscales con base en precios del petróleo muy inferiores a los previsibles para disponer de excedentes para su gasto discrecional. Tomando como ciertas las cifras de producción petrolera del Ministerio de Energía y Petróleo, se habrían sustraído de la obligada rendición de cuentas a que conmina la Constitución, unos USA $267 millardos por esta vía entre 2003 y 2011;
3)       Decreto-ley de Contribución Especial por Precios Extraordinarios y Precios Exorbitantes en el Mercado Internacional de Hidrocarburos, que pecha los “windfall profits” provenientes del alza en los precios del crudo. Esta figura aísla estos ingresos adicionales de todo compromiso con los gobiernos regionales por vía del Situado Constitucional, centralizándolos en manos del Ejecutivo;
4)       Mejora en la recaudación fiscal del sector no petrolero debido, en parte, al rezago en el ajuste de la unidad tributaria con respecto a la inflación, con lo cual personas de ingreso real constante van siendo pechadas con tarifas cada mayores al aumentarse su ingreso en unidades tributarias (Santeliz, 2012);
5)       Creación de numerosas contribuciones especiales y exacciones al sector privado para alimentar programas específicos del Ejecutivo;
6)       Creación de fondos diversos para acumular recursos que estarán a libre disposición del Ejecutivo, ya que escapan del control presupuestario. Entre otros pueden mencionarse el Fonden, Fondespa, Fondo Miranda, el Fondo Bicentenario, el Fondo Simón Bolívar y el Fondo Social para la Captación y Disposición de los Recursos Excedentarios de los Entes de la Administración Pública Nacional;
7)       Contabilización fraudulenta de ganancias cambiarias en el Banco Central que son transferidas al fisco como dividendos;
8)       Conversión de PdVSA y otros entes en ejecutores directos de gasto social, sin supervisión de la Asamblea Nacional ni mecanismos claros de rendición de cuentas;
9)       Fuerte endeudamiento público. En términos per cápita, la deuda pública total aumentó desde un equivalente de $1.412 en 1998, a $ casi 6.000 a finales de 2012, según registros del BCV;
10)   Afianzamiento de la producción petrolera futura como garantía del fuerte endeudamiento con China, por un orden de USA $30 millardos.
11)   Control de cambio instrumentado desde comienzos de 2003, que represa la liquidez en el interior de la economía y hace bajar las tasas de interés en los mercados financieros domésticos. Ello reduce el servicio de la altísima deuda interna contraída por el fisco, amén de reservar para usufructo discrecional del Estado porciones crecientes de los dólares aportados por las exportaciones de crudo;
12)   Rezago cambiario, que refuerza la sobrevaluación del bolívar obrada por la renta petrolera, como instrumento anti inflacionario. Pero ello requiere de un estricto racionamiento del dólar, razón por la cual la tasa oficial deja de ser referencia para los precios de muchos bienes importados;
13)   El control de cambio permite administrar la devaluación del bolívar con fines fiscalistas, no obstante contrariar la intención del rezago cambiario arriba mencionado; y
14) Reforma de la Ley Orgánica de Administración Financiera del Sector Público para permitir la contratación de deuda a discreción del Ejecutivo, sin necesidad de “contar con la autorización de la Asamblea Nacional ni con la opinión del Banco Central de Venezuela” (art. 81).
Adicionalmente, reformas sucesivas de la Ley del Banco Central de Venezuela han permitido:
15)   El usufructo discrecional de reservas internacionales “excedentarias” estimadas en cada período, que se canalizan al Fondo de Desarrollo Nacional (Fonden), sin la debida rendición de cuentas;
16)   Financiamiento del BCV a empresas públicas, entre éstas PdVSA, que se ha endeudado por esta vía para financiar los programas sociales –gasto parafiscal- y solventar sus compromisos tributarios; y
17)   Acumulación de divisas petroleras en el Fonden, al cesar la obligación de su venta íntegra al BCV.
Los elementos descritos forman parte de un dispositivo macroeconómico articulado para maximizar la disponibilidad de ingresos en manos del fisco y saltarse los controles sobre su usufructo y aplicación. Ha hecho posible la constitución de una formidable base financiera para la prosecución de los objetivos de política del Presidente a través de un gasto público discrecional.

Un proyecto distintivo
La propuesta examinada, junto a la concentración sistemática del poder mas allá de lo que autoriza el marco institucional aun vigente, permite discernir, si no un “modelo” económico en el sentido estricto del término, por lo menos un proyecto, en tanto que exhibe elementos consistentes con una motivación común que los articula. Esta aseveración no carece de importancia, pues muchas de las críticas que se le venían haciendo al “socialismo del siglo XXI” señalaban que era un agregado de iniciativas con poca conexión entre sí, bajo la égida de un estado cada vez más interventor. La percepción de que se trata de un proyecto discernible permite plantearse la interrogante de su naturaleza desde la óptica de la Economía Política. ¿Cuál es el fundamento de la actividad económica de los últimos años? ¿Qué dinámica puede inferirse del comportamiento de los distintos factores que, en el plano de la economía, promueve este régimen? ¿A quiénes beneficia, a quiénes perjudica? ¿Qué podemos inferir de sus probables consecuencias en el plano económico, social y político? ¿Es viable? ¿Puede aventurarse una caracterización de este fenómeno con base en categorías de análisis conocidas?
Algo más acerca del sesgo ideológico
La exégesis del proyecto económico Bolivariano se hace con base en consideraciones ideológicas. Pero a diferencia del planteamiento marxiano, no se legitima por sus supuestas bondades económicas, sino que adopta la forma de un “deber ser” de fuerte impronta moralista. La retórica ideológica sirve para conectar con un imaginario que, en el pasado, insufló esperanzas de redención social en muchas partes del mundo. Lamentablemente, las experiencias que se propusieron hacerlas realidad concluyeron en un rotundo fracaso, con altísimos costos en términos humanos y libertarios, que negaban los fines que las habían motivado. Por ende, el discurso “socialista” de hoy no es más que un velo para legitimar posiciones de dominio y control -una “falsa conciencia” como expresara el propio Marx. Con el pretexto de un fin redentor se ha venido destruyendo las instituciones que se interponen a la concentración de poder en manos del Presidente. Alegar propósitos de justicia social para encubrir prácticas autócratas no es, desde luego, una novedad suya, como lo revelan las experiencias fascistas y comunistas.
¿Cómo se fundamenta económicamente el “socialismo del siglo XXI”?
La dinámica del proyecto examinado descansa en su capacidad para concentrar recursos en manos del Ejecutivo Nacional y asegurar, a través de su provecho discrecional, el respaldo social y militar requerido para perpetuarse en el mando y lograr mayores niveles de control político. Los dispositivos confeccionados para apoderarse de porciones crecientes del producto social y transferirlos a su base de apoyo político son centrales a estos fines. Ello se refleja en una remuneración laboral divorciada de la productividad y capacidades de consumo sin conexión con el empleo productivo. Durante estos años de bonanza petrolera el consumo ha mejorado efectivamente para muchos pobres, pero su sostenibilidad es precaria: las distorsiones macroeconómicas provocadas llevan tarde o temprano a una “corrección” costosa en términos económicos y sociales, como lo evidencia la reciente devaluación del bolívar.
Del análisis realizado se colige la implantación de mecanismos de asignación de recursos y de usufructo de la riqueza social diferente de los que se desprenden de la racionalidad mercantil. En abierto contraste con lo que señalara Marx para el socialismo -fase inferior de la sociedad comunista-, no rige la Ley del Valor: el diseño en comento apunta a que el intercambio y usufructo de la riqueza social en Venezuela debería operar según criterios políticos, no económicos. Al no tomarse en cuenta el costo de oportunidad en la asignación y aprovechamiento de los bienes y servicios, aparecen distorsiones en la forma de escasez en algunos lados y desempleo de recursos en otros. Pero el régimen confía en que la abundante renta petrolera permite compensar tales desarreglos.
La política económica del gobierno desconecta el usufructo de la riqueza social de condicionamientos basados en la premiación del logro o la ética del trabajo. Leyes que limitan y castigan a la iniciativa privada y/o ponen en duda derechos de propiedad; controles de precio en muchos rubros; control del mercado cambiario; sobrevaluación del bolívar; expropiación de empresas productivas, muchas veces sin indemnización; cierres de negocios por parte del SENIAT; y la importación masiva de bienes que compiten con la producción nacional, han creado un ambiente de gran incertidumbre que disuade la inversión productiva, sin contar la amenaza de que se implante una economía comunal.
En cuanto al proyecto comunal, la ausencia de incentivos a la producción, distribución y comercialización eficiente de bienes y servicios, lo obligarán a depender de transferencias del fisco. Los componentes de la economía comunal pasan a caracterizarse, en el balance, como entes de consumo: insumen más recursos de lo que producen. Los estímulos a la productividad se resienten cuando las decisiones están sujetas al visto bueno de funcionarios motivados por consideraciones políticas y/o burocráticas, controlan el financiamiento según pautas que desprecian los criterios de rentabilidad, y condicionan el funcionamiento de muchas de las empresas de producción social a la “construcción del socialismo” u otros imperativos que nada o poco tienen que ver con la eficiencia económica. Junto con las empresas expropiadas, conforman un arreglo sin apego a consideraciones de racionalidad económica, hecho a la medida de los fines de control político, que repite las experiencias fracasadas del “socialismo realmente existente”. El resultado es un tejido económico sin capacidad de sustento propio, que no puede subsistir sin transferencias externas y elementos de coerción.
Se trata, en realidad, de un proyecto rentista
La renta petrolera representa la transferencia externa antes aludida y constituye el elemento determinante de la viabilidad económica del modelo “socialista”, como bien lo reconoció el presidente Chávez. Sin embargo, el ingreso petrolero ha representado poco menos del 30% del PIB venezolano -medido a precios corrientes-, durante los últimos años, a pesar de que los precios internacionales del crudo sean los mayores de toda la historia. Más aun, hay indicios preocupantes de que estos ingresos no van a seguir creciendo como antes. En primer lugar, están los escenarios inciertos del mercado petrolero mundial debido al estancamiento europeo, la desaceleración china y la pronosticada autosuficiencia futura de los EE.UU. en materia petrolera. En lo interno, está la caída en la capacidad productiva de la industria petrolera por debajo de las cifras oficiales, con lo que los proventos por esta actividad han sido inferiores a los anunciados. Además, parte creciente de su factura está comprometida en pagar los préstamos contratados por la nación con China y otros países, así como en mecanismos de financiamiento a tasas preferenciales y con períodos de gracia a países latinoamericanos compradores, contemplados en esquemas como PetroCaribe. Por otro lado, el consumo creciente de gasolina y de otros productos en el mercado doméstico sacrifica ventas externas, a la vez que representa una fuente de cuantiosas pérdidas para PdVSA por concepto de subsidio de precios, más aun si deben importarse a precios internacionales para cubrir la demanda interna. A ello debe sumarse los incrementos en los costos operativos de la empresa, asociados en parte al incremento del personal a más del doble de lo que existía hace diez años. Por último, la sustracción de importantes sumas para financiar programas sociales y/o para adjudicarlas en el Fonden y otros fondos, reduce los recursos disponibles para financiar inversiones y actividades de mantenimiento destinadas a ampliar o al menos sostener la capacidad productiva en el tiempo. Éstas no podrán financiarse con la “caja” de PdVSA, por lo que ésta seguirá endeudándose, comprometiendo ingresos futuros. Tampoco podrá confiarse en la inversión extranjera para la ampliación de la capacidad productiva, ya que el marco restrictivo que ha instituido el Gobierno disuade a muchos actores internacionales.
¿Quiénes son ganadores, quienes perdedores?
El principal beneficiario del “modo de funcionamiento” de la economía que se ha venido imponiendo es, claro está, el Presidente de la República y su entorno inmediato, a quienes les ha sido bastante funcional a sus propósitos de control y perpetuación en el poder. En la medida en que lo permita la magnitud de los recursos en manos del fisco, los sectores recipiendarios de los esquemas de reparto instrumentados pueden contarse, también, como beneficiarios. Adicionalmente, estos recursos benefician a países con los que el régimen ha establecido algún tipo de alianza, como es el caso de la ALBA, o con los que hay un interés político particular. Aquí también el fin es instrumental: allanar las inclinaciones a favor que “legitimarían” internacionalmente las transgresiones venezolanas al Estado de Derecho.
En lo interno, la ausencia de mecanismos de control, de transparencia en el manejo de los recursos públicos y de rendición de cuentas, posibilita una estructura de complicidades para el usufructo irregular de la renta, que alimenta lealtades y compromisos con el Gobierno. Desde el lado de la oferta de recursos financieros, dependiente de los funcionarios que deciden el gasto; como de la demanda –incluyendo la cadena de intermediarios, comisionistas y custodios de la erogación-, conforman una suerte de mercado político en el que los favores otorgados constituyen los activos y los compromisos adquiridos o favores a retribuir (por las vías que fuesen) constituyen los pasivos.
El populismo se traduce con el tiempo en costos significativos para el desarrollo del país porque destruye la asociación entre bienestar material y productividad, determinante única, en última instancia, del nivel de ingreso de su población. Pero el régimen se beneficia de estas prácticas, al ganar la adhesión de importantes sectores de la población humilde en agradecimiento de los favores ofrecidos. Además, desmoviliza a esa misma población, convirtiéndola en masa maleable a la manipulación y el control “revolucionario”, al convocarla sólo para luchar contra un enemigo etéreo: la “oligarquía”, “los apátridas”, “el imperio”. Más allá, se procura minar las bases de las organizaciones sociales independientes mientras se promueven otras –paralelas- como simples “correas de transmisión” de la voluntad del poder, con miras a eliminar toda intermediación autónoma entre el pueblo y “su” líder.
Entre los sectores perjudicados por el proyecto económico Bolivariano están, en primer lugar, los empresarios que lo sean de verdad, por la excesiva regulación y el acoso que sufren bajo el marco legal restrictivo que se ha venido instalando, amén de ser objeto de expropiaciones. Más allá, el freno a la inversión, la pérdida de empleo y la subordinación creciente al arbitrio de un patrón estatal, nos convierte a todos, en particular a quienes están excluidos de los mecanismos de reparto, en perjudicados. La cuantiosa salida de capitales privados por la cuenta financiera de la balanza de pagos, montante en unos USA $110 millardos desde que se implantó el control de cambio en 2003, da el orden de magnitud de las oportunidades perdidas de consumo, inversión, crecimiento económico y empleo, de haberse procurado condiciones más propicias a la iniciativa privada. Un diseño político-económico que parece contrariar deliberadamente los criterios para la competitividad nos convierte a todos en dolientes a la larga.
¿Cómo puede caracterizarse el proyecto?
El proyecto “socialista del siglo XXI” no se distingue por sus propuestas o alcances productivos, sino por las formas de participación en el ingreso que pone en ejecución, fundamentadas de manera directa en las relaciones de poder que se han ido consolidando a lo largo de estos años a la par que se destruyen las instituciones del Estado de Derecho. Se ha ido decantando de manera cada vez más evidente una conducta patrimonialista de parte de los conductores de esta “revolución”, entendida ésta como el usufructo de bienes que son de patrimonio público –o pasan a serlo, vía expropiación- como si fueran propios. Paradójicamente, bajo la prédica “socialista” y de la primacía de lo colectivo sobre lo individual, son privatizados los bienes públicos mediante su provecho sectario, excluyente y discrecional por parte de quienes detentan hoy el poder.
En atención a lo examinado, podemos caracterizar el proyecto bolivariano como un régimen de expoliación, entendiendo por esto un arreglo orquestado desde el poder para el provecho discrecional de la riqueza social, en desapego a criterios de racionalidad económica o que estén basados en indicadores que expresen metas planificadas. El disfrute de la riqueza social pasa a depender de relaciones de fuerza cristalizadas en torno a un poder autocrático y está sujeto a transacciones de naturaleza política mediante las cuales se trueca obsecuencia y lealtad por el derecho a participar de la riqueza expoliada. El mercado como mecanismo autónomo para la asignación de recursos y para determinar la remuneración de los agentes productivos, con su sistema de precios que acopla presiones de demanda con posibilidades de oferta, es sofocado con toda suerte de controles y regulaciones, y remplazado por favoritismos políticos, prácticas clientelares y entresijos irregulares que son aprovechados por los buscadores de renta. Son notorios los negociados realizados a la sombra de la actividad petrolera, de la contratación de obras, de la compra de equipos militares o de otra naturaleza.
Quebrantados los mecanismos de control y de rendición de cuentas, no hay restricción al provecho discrecional de los recursos públicos distinta de aquella que se deriva del poder. El entramado legal es violado o adulterado, dando paso a una creciente anomia en la cual el principio ordenador del quehacer económico y civil no es el Estado de Derecho sino la correlación de fuerzas a favor en el plano político y militar. La propuesta de un Estado y de una economía “comunal” ofrece el justificativo ideológico para estas pretensiones, a la vez que socava los poderes regionales y locales que pudiesen servir de contrapeso a las apetencias centralizadoras del Ejecutivo. Como centros de consumo más que de producción, dependen de su engranaje con el sistema de expoliación orquestado desde el Gobierno. Se trata de un régimen de expoliación de carácter populista legitimado social y políticamente mediante programas de reparto clientelar, cuya dinámica deriva de los mecanismos que se han venido asentando para acceder a la riqueza por parte de personalidades, agrupaciones y sectores, al margen del Estado de derecho y de la vigilancia contralora de la sociedad. La enorme magnitud de dinero proveniente de la exportación de petróleo hace de la búsqueda de rentas el atractivo principal de estas prácticas por lo que puede completarse la caracterización como la de un régimen de expoliación rentista, de carácter populista.
Las funestas consecuencias que ha generado en términos de incentivos perversos y distorsiones institucionales han comprometido las posibilidades de desarrollo sostenible del país. Las deplorables corruptelas, la desviación de recursos públicos para fines personales, el amasamiento de fortunas de la noche a la mañana, el amparo y promoción de actividades delictivas con la complicidad de factores importantes del poder judicial, desnudan conductas reñidas con normas éticas básicas en sociedades democráticas. Sólo pueden ser “digeridas” por el cuerpo social y político en la medida en que vienen camufladas en una prédica “revolucionaria”, justiciera, que invoca a los forjadores de la Patria y culpabiliza como enemigos del Pueblo a los que se oponen a este estado de rapiña.
Concluyo señalando que el régimen descrito parece ser cada vez más vulnerable a la baja o el estancamiento de los precios del petróleo: desde 2009 se ha incrementado visiblemente la conflictividad social ante las dificultades para sostener los niveles de reparto de la renta petrolera a distintos sectores que se han ido “clientelizando”. En realidad, el proyecto adelantado sólo podrá sostenerse en el tiempo con base en un uso creciente de la fuerza y la restricción progresiva de las libertades ciudadanas. Confío en que la tradición democrática del pueblo venezolano impida que esto suceda.
HGL, 26 de febrero de 2012.

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