viernes, 29 de marzo de 2013

¿Una Iglesia sin papa?

¿Una Iglesia sin papa?

Quien fue mi maestro de historia de la Iglesia, Eduardo Hoornaert, de quien fui alumno en el transcurso del estudio de la teología, ha hecho una propuesta osada, pero no descabellada: ¡una Iglesia Católica sin papa!
A primera vista parece una herejía. Tan impactante como si se hubiera propuesto, en el siglo XIX, un Brasil sin emperador, una Rusia sin zar o Austria sin un rey.
El papado no es una institución de origen cristiano. La palabra papa no figura en el Nuevo Testamento. Entresacar el papado de Mateo 16,18 (“Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”) es separar el texto del contexto. En los evangelios nada indica que Jesús pensó en instituir una dinastía apostólica.
Fue el obispo Eusebio de Cesarea, defensor de la política “globalizada” del emperador Constantino, quien, en el siglo IV, tuvo la iniciativa de redactar listas de sucesivos obispos para las principales ciudades del imperio romano, a fin de adaptar la estructura de la Iglesia al modelo imperial de sucesión de poderes. Fue Eusebio quien creó la figura de Pedro-papa.
La palabra papa (pope), del griego popular del siglo III, deriva del latín pater (padre) y expresa la estima de los cristianos por determinados obispos y sacerdotes. Llamar padre al sacerdote y pope (papa) al jefe religioso se volvió una costumbre en las iglesias católica y ortodoxa. Aún hoy en Rusia el pastor de la comunidad es llamado pope.
Cipriano, obispo de Cartago (248 – 258), fue el primero en ser llamado papa. En Roma dicho término sólo pasó a ser aplicado a su obispo a partir del siglo VI, con el papa Julio I. Pero el colegio de obispos, o episcopado o conferencia episcopal, tiene raíz cristiana. Obispo equivale a supervisor y es citado varias veces en el Nuevo Testamento (1 Tim 3, 2; Ti 1, 7; 1 Pe 2, 25; Hch 20, 29). Así como el sustantivo episcopado (1 Tim 3, 1).
Todo poder centralizado genera rivalidades. A partir del siglo III comenzó una agria disputa entre las cuatro metrópolis principales del imperio romano: Constantinopla (actual Estambul), Roma, Antioquía y Alejandría. Los obispos de esas ciudades eran conocidos como patriarcas.
Cipriano no admitió que el obispo de Roma ejerciese autoridad sobre él, obispo de Cartago. E insistió en que entre los obispos debería darse una “completa igualdad de funciones y de poder”.
Sin embargo Roma logró imponerse, sobre todo a partir de su alianza con el emperador germánico Carlos Magno, en el año 800. Lo cual tensionó sus relaciones con los patriarcas de Oriente e hizo inevitable el primer gran cisma de la Iglesia, en el 1052, que marca el principio de lo que hoy se conoce por Iglesia Católica (romana) por un lado, e Iglesia Ortodoxa por el otro.
El papado, heredero del legado imperial de Constantino, se volvió una monarquía absoluta (que sigue aún hoy), con poderes sobre reyes y emperadores (costumbre abolida). Esa estructura piramidal del poder empezó a parecerse a las otras estructuras análogas de la sociedad civil, caracterizadas por intrigas, traiciones, sobornos, nepotismo, negociaciones…, utilizando un lenguaje inentendible para los fieles (el latín) y cambiando el arte de convencer (o convertir) por la fuerza de la coerción (aterrorizar): culpa, inquisición, infierno, miedo, venta de indulgencias, etc.
Dicen que Stalin preguntó una vez cuántas divisiones tenía el ejército del papa. De hecho Roma, por su habilidad diplomática, salió victoriosa en innumerables contiendas con los principales poderes de Occidente. Toynbee llegó a afirmar que la Iglesia quedó afectada “por la embriaguez de la victoria”.
Encerrado en el Vaticano, el papa pasó a vivir en un ambiente irreal, rehén de una curia más interesada en el apego al poder que a la misión evangélica de llevar a todos los pueblos la palabra de Jesús.
La modernidad sacudió los cimientos de la Iglesia. La libertad de conciencia, el avance de las ciencias, las nuevas tecnologías, el pluralismo ideológico, todo esto desmitificó el papado. Pío IX, en un arrebato de desesperación, llegó a promulgar el controvertido dogma de la infalibilidad papal, como si la historia no registrase demasiada falibilidad en papas que aprobaron torturas, sentencias de muerte, asesinatos, simonía, adulterio, etc.
León XIII cambió la estrategia de la Iglesia y la alió a los más fuertes, al lado de los cuales Benedicto XV celebró el fin de la Primera Guerra Mundial. Pío XI apoyó a Mussolini, a Hitler y a Franco. Pío XII calló ante los crímenes de lesa humanidad del nazifascismo.
El ciclo se atemperó con Juan XXIII y en cierto modo con Pablo VI, que condenó la guerra de Vietnam y la dictadura militar brasileña. Pero continuó con el apoyo de Juan Pablo II a la dictadura de Pinochet en Chile y a la política agresora de Reagan contra la Nicaragua sandinista. Benedicto XVI calló ante los recientes golpes de Estado en Honduras y Paraguay.
Al contrario de la institución del papado, la del episcopado merece aplausos, sobre todo en América Latina entre 1960 y 1990, con los obispos mártires (Angelelli, Romero, Gerardi) y confesores (Helder Cámara, Casaldáliga, Proaño, Arns, Padim, Méndez Arceo, Samuel Ruiz, etc.).
El concilio Vaticano II intentó valorar más los poderes de los obispos y reducir el del papa. Hoornaert pregunta: “¿Puede Francia subsistir sin rey, Inglaterra sin reina, Rusia sin el zar, o Irán sin el ayatola? La misma historia se encarga de dar la respuesta”, dice.
Antes o después la Iglesia tendrá que democratizar su estructura de poder, haciéndola más colegiada. Lo que se discute no es la figura del papa sino la estructura del papado.
En las cartas que escribió durante el Vaticano II, ya publicadas, Dom Helder dice que soñó que el papa había enloquecido, lanzó su tiara al río Tíber y prendió fuego al Vaticano. En opinión del ex arzobispo de Olinda y Recife, el papa debiera donar el Vaticano a la Unesco como patrimonio cultural de la humanidad, y pasar a residir en un lugar más acorde con su condición de sucesor de un pescador de Galilea y representante en la tierra de Aquel que no tenía ni una piedra en que reclinar la cabeza.
Frei Betto

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